RICHARD RORTY, DESCONSTRUCCIÓN Y CIRCUNVENCIÓN

RICHARD RORTY
DESCONSTRUCCIÓN Y CIRCUNVENCIÓN
En Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos. Escritos
filosóficos 2, traducción de Jorge Vigil Rubio, Paidós, Barcelona, 1993,
pp. 125-152.

1. La distinción literatura-filosofía
Recientemente, Jonathan Culler ha afirmado que no deberíamos considerar la
desconstrucción como «un intento de abolir todas las distinciones, no
dejando ni la literatura ni la filosofía sino sólo una textualidad general
e indiferenciada». Culler explica que

una distinción entre literatura y filosofía es esencial para el poder de
intervención de la desconstrucción: por ejemplo, para demostrar que la
lectura más auténticamente filosófica de una obra filosófica -una lectura
que ponga en cuestión sus conceptos y los fundamentos de su discurso- es
aquella que trata la obra como literatura, como constructo retórico
ficticio cuyos elementos y orden están determinados por diversas
exigencias textuales. Por el contrario, la lectura más profunda e idónea
de las obras literarias puede ser aquella que considera a éstas como
posicionamientos filosóficos, extrayendo las implicaciones de su relación
con las oposiciones filosóficas que les sustentan.[i]

Creo que este pasaje muestra que hemos de distinguir dos sentidos de
«desconstrucción». En un sentido, el término se refiere a los proyectos
filosóficos de Jacques Derrida. Desde esta perspectiva, la ruptura de la
distinción entre filosofía y literatura es esencial para la
desconstrucción. La iniciativa filosófica de Derrida prosigue una línea
trazada por Nietzsche y Heidegger. Sin embargo, Derrida rechaza las
distinciones de Heidegger entre «pensadores» y «poetas» y entre los pocos
pensadores y los muchos escribas. Con ello Derrida rechaza el tipo de
profesionalismo filosófico que ridiculizó Nietzsche y reivindicó
Heidegger. Esto lleva efectivamente a Derrida en la dirección de «una
textualidad general indiferenciada». En su obra, la distinción entre
filosofía y literatura es, a lo sumo, parte de una escalera de la que
podemos prescindir tan pronto hemos subido por ella.
Sin embargo, en un segundo sentido de «desconstrucción», este término se
refiere a un método de lectura de textos. Ni éste ni ningún otro método
debería atribuirse a Derrida -quién comparte el desdén de Heidegger hacia
la idea misma de método.[ii] Pero el Método existe, y el pasaje que he
citado de Culler describe uno de sus rasgos centrales. Culler dice con
razón que la desconstrucción, en el segundo sentido, precisa una
distinción clara entre filosofía y literatura. Pues el tipo de lectura que
ha venido en llamarse «desconstruccionista» exige dos personas diferentes
y normales: un filósofo profesional macho al que le ofende la sugerencia
de que se ha atenido a una exigencia textual y una ingenua productora de
literatura a la que se le cae la mandíbula cuando se entera de que su obra
está basada en oposiciones filosóficas. El filósofo se había concebido a
sí mismo como alguien que habla un lenguaje disperso, puro y transparente.
La poetisa, tímidamente esperaba que agradasen sus evocaciones no
mediadas. Ambos retroceden horrorizados cuando el desconstruccionista les
revela que cada uno de ellos ha venido haciendo uso de expresiones
complejas aportadas por el otro. Ante esta noticia, ambos se descomponen.
Sus palabras quedan afectadas de un ingobernable trastorno. Sus gemidos se
funden en una interminable protesta andrógina. Una vez más, la
intervención desconstruccionista ha producido una falta de resolución
espléndidamente difusa.
Esta forma de plantear los temas tiene algo de sospechosamente arcaico. Ha
pasado ya mucho tiempo desde la época de los escritores que se aplicaban
al empeño de proporcionar placer. También hoy resulta considerablemente
más difícil de lo que solía ser localizar a un auténtico pedante
metafísico en vivo.[iii] Con todo, la búsqueda de un machismo filosófico
no es tan desesperada como la de la naiveté literaria. Aún se pueden
encontrar profesores de filosofía que te dicen solemnemente que están
buscando la verdad, y no sólo un relato o un consenso sino una
representación auténtica, manejable y exacta de la forma de ser del mundo.
Algunos de ellos pretenderán incluso escribir de forma clara, precisa y
transparente, enorgulleciéndose de un discurso virilmente directo, y
detestando los recursos «literarios».
Los pedantes encantadoramente arcaicos de este tipo pueden constituir la
única excusa que tenemos Culler o yo para permanecer en este negocio. Con
todo, pace Culler, creo que todos nosotros -tanto derridianos como
pragmatistas- deberíamos intentar consumar nuestras respectivas posiciones
borrando deliberadamente la distinción entre literatura y filosofía y
defendiendo la idea de un «texto general» inconsútil e indiferenciado. En
lo que sigue voy a defender los siguientes puntos:

1. La única forma de distinción entre filosofía y literatura que
necesitamos es la que se formula en términos del contraste (transitorio y
relativo) entre lo conocido y lo no conocido, en vez de en términos de un
contraste más profundo y excitante entre lo representacional y lo no
representacional, o lo literal y lo metafórico.
2. El hecho de que el lenguaje constituya un juego de diferencias,
así como un instrumento útil para adquirir conocimiento, no nos da motivo
para pensar que términos como différance y trace pueden hacer para la
filosofía lo que Heidegger no pudo conseguir con sus palabras mágicas
-Sein, Ereignis, etc.
3. Cuando Derrida afirma que la filosofía tiene un «punto ciego» (MP,
pág. 228) con respecto a su propia «metafórica» tiene razón sólo en el
conocido sentido hegeliano de que cada generación filosófica destaca
algunos presupuestos inconscientes incorporados en el vocabulario de sus
antecesores, ampliando con ello la metafórica relevante (y proporcionando
trabajo a la siguiente generación).
4. La tesis, que comparten Heidegger y Derrida, de que la tradición
«ontoteológica» ha dominado la ciencia, la literatura y la política -que
ocupa un lugar central en nuestra cultura- constituye un intento engañoso
por aumentar la importancia de una especialidad académica.
5. La importancia de Derrida, a pesar de sus propias sugerencias
ocasionales y de la insistencia de algunos de sus seguidores, no consiste
en mostrarnos la forma de entender lo filosófico como literario o lo
literario como filosófico. Ya sabemos hacer bastante bien ambas cosas.[iv]
Más bien consiste en desarrollar una determinada especialidad académica
(o, lo que es lo mismo, una determinada tradición literaria) -la relectura
de los textos de la filosofía occidental que fue iniciada por Nietzsche y
proseguida por Heidegger.
6. El gran problema esotérico común a Heidegger y a Derrida de cómo
«superar» o huir de la tradición ontoteológica es artificial y tiene que
sustituirse por numerosas pequeñas preguntas pragmáticas acerca de qué
fragmentos de esa tradición podrían utilizarse para alguna finalidad
actual.

2. Cierre filosófico
Voy a partir de una definición de literatura sugerida por Geoffrey
Hartman. Pregunta éste:

¿No es «lenguaje literario» el nombre que damos a una dicción cuyo marco
de referencia es tal que las palabras figuran en cuanto pa­labras (incluso
en cuanto sonidos) en vez de ser, de inmediato, significados
asimilables?[v]

Este contraste entre «significados asimilables» que transmiten palabras
que no percibimos como palabras y «palabras [que] figuran en cuanto
palabras» me parece correcto. Pero en vez de contrastar dos tipos de
dicción, o un marco de referencia en el que se espera que las palabras
figuren como palabras y otro marco en el que no, contrastaría entre dos
tipos de situaciones de conversación. Uno es el tipo de situación que
encontramos cuando las personas concuerdan sustancialmente en lo que
quieren y están hablando sobre la mejor forma de conseguirlo. En una
situación semejante no hay necesidad de decir nada terriblemente poco
conocido, pues la discusión versa típicamente sobre la verdad de
afirmaciones más que sobre la utilidad de los vocabularios. La situación
de contraste es aquella en la que todo es inmediatamente cuestionable, en
la que los motivos y los términos de la discusión constituyen un objeto
nuclear de ésta.
Esta forma de establecer el contraste nos permite considerar la presencia
periódica de un momento «literario» o «poético» en muy diferentes ámbitos
de la cultura -la ciencia, la filosofía, la pintura y la política, así
como la lírica y el teatro. Es el momento en que las cosas no van bien, en
que una nueva generación está insatisfecha, cuando los jóvenes llegan a
considerar lo que se está haciendo en un determinado género como labor
rutinaria, o a estar tan sobrecargados con lo que Thomas Kuhn denomina
«anomalías» que se necesita un nuevo comienzo.[vi] En semejantes períodos
la gente empieza a reinterpretar palabras antiguas en sentidos nuevos, a
incorporar un neologismo ocasional, y con ello a perfilar una nueva jerga
que al principio llama la atención por sí misma y sólo posteriormente pasa
a ser aplicada. En esta primera etapa, las palabras se revelan como
palabras, los colores como pigmentos recubiertos, y las melodías como
disonancias. La materialidad a medio formar pasa a ser el rasgo distintivo
de la vanguardia. La jerga o estilo triunfador -el que muestra una
potencia dominante, que llega a ser el portador de significados
asimilables y proporciona los instrumentos con los que reanudar las
superaciones normales- deja de resaltar. No vuelve a advertirse de nuevo
hasta que llega la siguiente generación insatisfecha y lo «problematiza»
contrastando incómodamente esa jerga o estilo con las novedades
recientes.[vii]
Si la filosofía fue siempre lo que con exactitud Derrida afirma ha soñado
con ser en ocasiones, entonces este momento «literario» sería innecesario
-no sólo en filosofía sino en todo lo demás. Ésta es la razón por la que
existe una oposición prima facie entre los sueños de la literatura y los
sueños de la filosofía. Derrida describe el «sueño nuclear de la
filosofía» del siguiente modo:

Si se pudiese reducir este juego [de las metáforas] al círculo de una
familia o grupo de metáforas, es decir, a una metáfora «central»,
«fundamental», o «principal», no habría ya una verdadera metáfora, sino
sólo, mediante la única metáfora verdadera, la legibilidad garantizada de
la misma [MP, pág. 268].

En este pasaje, el término «metáfora» puede sustituirse, sin cambiar la
fuerza de la observación, por los términos «lenguaje», «vocabulario» o
«descripción». Decir que los filósofos sueñan con que sólo exista una
verdadera metáfora es decir que sueñan con erradicar no sólo la distinción
entre lo literal y lo metafórico sino la distinción entre el lenguaje del
error y el lenguaje de la verdad, el lenguaje de la apariencia y el
lenguaje de la realidad -es decir, el lenguaje de sus oponentes y su
propio lenguaje. Les gustaría mostrar que en realidad sólo existe un
lenguaje y que todos los demás (pseudo)lenguajes carecen de alguna
propiedad que es necesaria para ser «significativo», «inteligible»,
«completo» o «adecuado». Para la filosofía, según se define en este sueño,
es esencial tender a un enunciado de la forma «ninguna expresión
lingüística es inteligible a menos que...» (a menos que, por ejemplo, sea
traducible al lenguaje de la ciencia unificada, o vertebre la realidad en
sus articulaciones, o lleve su forma lógica en sí misma, o satisfaga el
criterio de verificabilidad, o sea el lenguaje con el que Adán designó a
los animales, o cualquier otra cosa).
Ésta puede parecer una definición estrecha del «sueño nuclear de la
filosofía», pero apunta a una antigua esperanza: la esperanza de un
lenguaje que no pueda ser objeto de glosa, que no necesite interpretación,
del que uno no se pueda distanciar, y que no pueda ser desdeñado por las
generaciones posteriores. Es el anhelo de un vocabulario que sea
intrínseca y autoevidentemente final, no meramente el vocabulario más
global y fructífero que hemos encontrado hasta el presente.[viii]
Semejante vocabulario tendría que ser adecuado para «situar» toda la
historia y toda la cultura contemporánea. Pues, de no ser así, siempre
existiría el peligro de que el propio vocabulario fuese situado en un
lugar subordinado -bien por la sabiduría de los antiguos o por el producto
acabado de cualquier disciplina contemporánea en competencia (por ejemplo,
el psicoanálisis, la historia económica, la microbiología o la
cibernética). El aislar la metáfora central al corazón del lenguaje, hacer
posible la legibilidad garantizada de aquello de que se trata, situaría en
su lugar los vocabularios de todas estas disciplinas. Es decir, revelaría
que son sólo pseudolenguajes, en relación con la verdadera forma de hablar
como el balbuceo de los niños con respecto al habla adulta.
Cualquier propuesta de semejante lenguaje tiene que afrontar un conocido
problema, tan antiguo como el arquetípico pedante patriarcal, el Padre
Parménides: cuando uno establece un desagradable contraste entre la Senda
de la Verdad y la Senda de la Opinión, entre el único vocabulario adecuado
y muchos pseudovocabularios, tiene que explicar la relación entre ambos.
Se ha de disponer de una teoría sobre el origen y naturaleza del error,
sobre la posibilidad de progresar del error a la verdad. Se ha de
comprender un lenguaje malo en términos del bueno, pero sin permitir que
el malo sea ni una verdadera parte del bueno ni «intertraducible» con él.
Para concretar más este dilema, veamos algunos ejemplos. El más claro es
el monismo metafísico común a Parménides y a Spinoza. El monismo siempre
ha tenido la dificultad de explicar la apariencia de la pluralidad.
Después de todo, la apariencia es tan poco real como la pluralidad. Pero a
los monistas como Spinoza les gustaría encontrar alguna forma de describir
la relación de los modos finitos con la única sustancia infinita, algo más
que la rígida y desagradable insistencia de Parménides en que el no ser no
es. A Spinoza le gustaría decir que conoce todo sobre los modos finitos y
puede describir lo que son en un vocabulario que los corrige. Pero es
difícil ver cómo se puede corregir lo irreal. Además, el corregir algo,
representarlo con exactitud, parece ser una relación entre dos cosas. Pero
la idea central del monismo es que sólo existe una cosa.
Este tipo de dificultad, la que crean el error, la finitud y la
temporalidad a los monistas metafísicos y a los teólogos ortodoxos de la
transcendencia, también se encuentra en el uso de la «materia» por
Aristóteles. La forma es, para Aristóteles, el principio de
inteligibilidad, igual que en Spinoza la idea clara y distinta de
sustancia infinita es el medio por el que se clarifican las ideas confusas
de los modos finitos. Pero ¿cómo hemos de comprender la materia en tanto
que materia, como algo informe? Esto es tan intrigante como la cuestión de
cómo, en Spinoza, hemos de comprender la confusión en tanto que confusión,
aún sin clarificar. Peor aún, la mayor parte de lo que creemos que
conocemos sobre la forma parece consistir en desagradables contrastes
entre ésta y la materia, igual que la mayor parte de lo que conocemos
sobre el infinito parece consistir en desagradables contrastes con lo
finito. Así, cuanto menos inteligible se vuelve la «materia» o la
«finitud», menos seguros estamos de nuestra aprehensión de la «forma» y de
lo «infinito». Tan pronto resulta claro que la mayor parte de lo que
conocemos sobre el miembro superior y privilegiado de esta oposición es
cuestión de efecto de contraste con el miembro inferior y devaluado,
empezamos a preguntarnos si alguna vez podemos hacer algo mejor de lo que
hizo Parménides. Las únicas opciones parecen ser la mística, o la via
negativa, o el sacro silencio wittgensteniano.
Otro manido ejemplo de este tipo de problema es el contraste de Kant entre
lo fenoménico y lo nouménico. Kant precisó de los noúmenos, de las
cosas-en-sí, para dar sentido a su afirmación de que el mundo
espacio-temporal era fenoménico, meramente aparente. Según dijo, no podía
existir apariencia sin algo que aparece. Pero no tenemos idea de cómo
sería la aparición de lo no espacio-temporal (o de cualquier otra cosa,
dicho sea de paso). Kant necesita así una forma de conceptualizar lo
inconcebible, igual que Aristóteles necesitó una forma de lo informe[ix] y
Spinoza necesitó una idea distinta de lo indistinto.
Un ejemplo igualmente manido es el intento del positivista lógico por
distinguir lo «cognitivamente significativo» de lo «cognitivamente carente
de significado», no simplemente (como hizo Wittgenstein en el Tractatus)
por la distinción parmenídea entre habla y silencio sino articulando un
principio que separe, por ejemplo, la ciencia de la metafísica. Este
intento planteó dos problemas a los positivistas. En primer lugar,
«carente de significado» parecía una expresión equivocada, pues uno tenía
que conocer mucho sobre lo que el metafísico pretendía antes de decidir
que sus expresiones eran carentes de significado. En segundo lugar, y éste
es un problema más grave, el propio principio de verificabilidad parecía
ser inverificable. El vocabulario que había de subsumir a todos los demás
vocabularios no satisfacía sus propias especificaciones como buen
vocabulario. Así pues, un intento por dar sentido a la noción de
sinsentido, en una proposición que estableciese las condiciones para ser
una proposición, terminaba por no tener sentido en sí mismo, por no ser
ella misma una proposición -igual que los intentos por dar inteligibilidad
a lo oficialmente ininteligible terminaban por hacerse ellos mismos
ininteligibles.
¿Qué tienen en común todos los callejones sin salida que he esbozado? A
primera vista, el problema es que no se puede decir que sólo son
inteligibles los x si la única forma de explicar qué es un x es suponiendo
que nuestro oyente conoce lo que es un no x. Pero esta formulación no es
satisfactoria porque la noción de inteligibilidad es oscura cuando se
aplica a cosas (por ejemplo, a un noúmeno, a una sustancia infinita). Se
conoce la diferencia entre una oración inteligible y una ininteligible,
pero es difícil explicar qué significa decir que, por ejemplo, las mesas y
las sillas son inteligibles pero no lo es Dios (o viceversa). La jerga del
positivista, el llamado modo de expresión formal, es más satisfactorio
porque trata la inteligibilidad como una propiedad de expresiones
lingüísticas en vez de una propiedad de cosas. Con ello convierte la
metafísica en filosofía del lenguaje, alineándola con la descripción que
hace Derrida del sueño nuclear de la filosofía.
Utilizando esta jerga puede decirse que el problema común a todos los
filósofos que he citado, de Parménides a A.J. Ayer, es que continuamente
se sienten tentados a decir «las condiciones que hacen inteligible una
expresión son...», a pesar de que esa propia proposición no satisface las
condiciones que numera. Así, Aristóteles no debió decir que ningún término
es inteligible a menos que el intelecto potencial pueda volverse idéntico
a su referente, pues ello volvería ininteligible al término «materia».
Aristóteles tiene que utilizar ese término para explicar, entre otras
cosas, lo que es el intelecto potencial. Kant no debió decir que ningún
término tiene significado a menos que equivalga a un contenido mental que
es la síntesis de las intuiciones sensoriales por medio de un concepto,
pues eso convertiría en ininteligible al término «noúmeno». Los
positivistas no deberían decir que ningún enunciado es significativo
excepto en determinadas condiciones, a menos que la observación satisfaga
aquellas condiciones.
He repasado estos ejemplos para detallar la descripción de Derrida del
sueño nuclear de la filosofía. La filosofía, definida por el sueño de
encontrar la única metáfora verdadera, tiene que apuntar a algún enunciado
de la forma «ninguna expresión lingüística es inteligible a menos que...».
Además, este enunciado debe formar parte de un vocabulario que sea
cerrado, en el sentido de que el enunciado sea aplicable a sí mismo sin
paradoja. Un vocabulario filosófico no sólo debe ser total, en el sentido
de que cualquier cosa expresable literal o metafóricamente en cualquier
otro vocabulario puede decirse literalmente en él, sino que debe hablar de
sí mismo con la misma «legibilidad garantizada» que tiene para todo lo
demás.

3. Apertura literaria
Una vez realizada esta presentación más detallada del sueño de la
filosofía, puedo volver ahora a Derrida y decir que su gran tema es la
imposibilidad del cierre. A Derrida le gusta mostrar que cuando un
filósofo configura primorosamente un nuevo modelo de esfera redondeada de
Parménides, siempre hay algo que se queda fuera o que sale. Siempre hay un
suplemento, un margen, un espacio en el que se escribe el texto de la
filosofía, un espacio que forma las condiciones de inteligibilidad y la
posibilidad de la filosofía. «Más allá del texto filosófico no hay un
margen en blanco, virgen, vacío, sino otro texto, una urdimbre de
diferencias de fuerzas sin un centro de referencia». Derrida quiere
hacernos conscientes de ese texto dejándonos «pensar una escritura sin
presencia y sin ausencia, sin historia, sin causa, sin archia [sic], sin
telos, una escritura que subvierte absolutamente toda dialéctica, toda
teología, toda teleología, toda ontología» (MP, págs. xxiii, 67).
Sólo si conseguimos semejante escritura estaremos en condiciones de hacer
lo que quiere hacer Derrida con la filosofía, a saber «pensar -de la forma
más fiel e interior­- la genealogía estructurada de los conceptos de la
filosofía, pero al mismo tiempo determinar -desde un cierto exterior que
es incalificable o innombrable por la filosofía- ­lo que esta historia ha
sido capaz de disimular o prohibir».[x]
Semejante escritura sería literatura ya no opuesta a la filosofía,
literatura que subsumiese e incluyese a la filosofía, la literatura
coronada reina de una infinita textualidad indiferenciada. Derrida afirma
que «la historia de las artes literarias [ha estado vinculada a] la
historia de la metafísica» (Pos, pág. 11) -vinculada, presuntamente, como
la variable dependiente con la independiente. Cree que la historia de la
metafísica, la tradición ontoteológica, ha apresado a todo el resto de la
cultura, incluso a la ciencia.[xi] Así, lo que queda al otro lado de lo
que concibe como una «transformación total» de nuestra cultura será una
escritura caracterizada por una interminabilidad consciente de si misma,
una apertura consciente de sí, una falta de cierre filosófico consciente
de sí misma (véase Pos, pág. 20).
A Derrida le gustaría escribir de este nuevo modo, pero se ve incurso en
un dilema. Puede o bien olvidarse de la filosofía al igual que el esclavo
liberto se olvida de su amo, demostrando su olvido por su propia actividad
espontánea despreocupada, o bien puede insistir en sus derechos sobre el
amo, en la dependencia dialéctica del texto de la filosofía con respecto a
sus márgenes. Cuando apresa el primer cuerno y se olvida de la filosofía,
su escritura pierde enfoque y objeto. Si ha habido alguna vez un escritor
cuyo tema fuese la filosofía, éste es Derrida. Su tema nuclear es la forma
en que el sueño de la filosofía se convierte en pesadilla justo en su
clímax: justo cuando todo está atado, cuando se ha revelado ininteligible
toda otra forma de hablar distinta a la del filósofo, cuando la esfera se
está redondeando armoniosamente, cuando se están reuniendo las mitades
aristofánicas, cuando se están interpenetrando y fusionando en éxtasis,
algo va terriblemente mal. Se presenta la paradoja de la autorreferencia;
lo reprimido ininteligible retorna como condición de lo inteligible.
Derrida alcanza su mayor altura cuando cuenta estas tragicomedias. Pero
este segundo cuerno tiene una desventaja: recordar la filosofía, contar
este relato una y otra vez, es casi volver a lo que hacen los filósofos
-proponer alguna generalización de la forma «todo intento de formular un
vocabulario único, total y cerrado necesariamente...».
Obviamente Derrida está en peligro de hacerlo cuando produce una nueva
jerga metalingüística, llena de palabras como trace y différence, y la
utiliza para decir cosas de aspecto heideggeriano como «sólo sobre la base
de la différence y su “historia” podemos conocer supuestamente quiénes
somos y dónde estamos “nosotros”» (MP, pág. 7). En la medida en que
Derrida intenta proporcionar argumentos en favor de tesis como «la
escritura es anterior al habla» o «los textos se desconstruyen a sí
mismos» -todos aquellos eslóganes que sus seguidores tienen la tentación
de considerar como «resultados de la indagación filosófica» y como la base
de un método de lectura- traiciona su propio proyecto. Los peores
fragmentos de Derrida son aquellos en los que empieza a imitar aquello que
odia y empieza a decir que ofrece «análisis rigurosos». Los argumentos
sólo funcionan si el hablante y su auditorio comparten un vocabulario en
el cual establecer las premisas. Filósofos tan originales e importantes
como Nietzsche, Heidegger y Derrida están forjando nuevas formas de
hablar, y no realizando sorprendentes descubrimientos filosóficos sobre
otras antiguas. En consecuencia, no es probable que su argumentación sea
buena.[xii]
Un cuerno del dilema que he venido esbozando consiste en no decir nada
sobre la filosofía y en su lugar mostrar qué aspecto tiene la literatura
tan pronto se la libera de la filosofía. El otro cuerno del dilema
consiste en derrotar a los filósofos en su propio juego formulando una
crítica general de su actividad -algo comparable a la crítica de
Parménides a la Senda de la Opinión, o a la crítica de las ideas confusas
por Spinoza, o a la búsqueda de lo incondicionado por parte de Kant, o de
la ausencia de sentido cognitivo por parte de Ayer. Puede resumirse el
dilema diciendo que cualquier nuevo tipo de escritura que carezca de
archai y de telos también carecerá de hypokeimenon, carecerá de objeto.
Así, a fortiori, no nos dirá nada sobre filosofía. O bien, si nos habla
sobre filosofía, tendrá archai, a saber, la nueva jerga metafilosófica, en
términos de la cual describimos y diagnosticamos el texto de filosofía.
También tendrá un telos, que encapsule y distancie a aquel texto. Así, la
prensión del segundo cuerno producirá un cierre filosófico más, un
metavocabulario más que pretende un status superior, mientras que la
prensión del primer cuerno nos dará apertura, pero más apertura de la que
en realidad deseamos. La literatura que no conecta con nada, que carece de
objeto y de tema, que carece de una moraleja y de un contexto dialéctico,
no es más que bla bla bla. No se puede tener una base sin una figura, un
margen sin una página de texto.

4. Derrida y Heidegger
Derrida es muy consciente de este dilema. La mejor forma de ver cómo se
enfrenta a él es verle luchar por diferenciarse de Heidegger.
Derrida cree que Heidegger es el mejor ejemplo de alguien que intentó y
fracasó en hacer lo que el propio Derrida desea hacer -escribir no
filosóficamente acerca de la filosofía, llegar a ella desde fuera, ser un
pensador postfilosófico. A la postre, Heidegger decidió que «aún prevalece
una consideración hacia la metafísica incluso en la intención de
superarla. Por ello nuestra tarea es abandonar toda superación, y dejar a
la metafísica a sí misma».[xiii] Pero Heidegger nunca pudo seguir su
propio consejo. Pues sólo tuvo un único tema: la necesidad de superar la
metafísica. Tan pronto este tema resultó ser engañoso, se quedó mudo.
Heidegger estaba tan obsesionado por la necesidad de despertar del sueño
de la filosofía que su obra se convirtió en una monótona insistencia en
que todo el mundo, incluso Nietzsche, lo había soñado.
Creo que Derrida estaría de acuerdo con esta línea de crítica de Heidegger
pero desearía llevarla más lejos. En su opinión, las palabras mágicas de
Heidegger, palabras como Sein y Ereignis y Alētheia, son intentos por
llevar el éxtasis culminante del sueño a la vida despierta, por obtener la
satisfacción del cierre filosófico retirándose al mero sonido de las
palabras, palabras que no reciben el sentido por el uso sino que poseen
fuerza precisamente por la falta de uso. Así Derrida cita la afirmación de
Heidegger de ««para nombrar la naturaleza esencial del Ser..., el lenguaje
tendría que encontrar una única palabra, la única palabra».[xiv] Derrida
replica diciendo «no habrá un único nombre, aunque fuese el nombre de Ser.
Y debemos pensar esto sin nostalgia». Prosigue diciendo que debemos
hacerlo sin «el otro lado de la nostalgia, lo que llamaré la esperanza
heideggeriana» (MP, pág. 27).
En este pasaje y en otros, Derrida se ve a sí mismo situado a hombros de
Heidegger, y viendo más allá de éste:

lo que he intentado hacer no hubiese sido posible sin el planteamiento de
las cuestiones de Heidegger... no hubiese sido posible sin la atención a
lo que Heidegger denomina la diferencia entre el Ser y los seres, la
diferencia óntico-ontológico que, en cierto sentido, sigue no meditada por
la filosofía. Pero a pesar de esta deuda con el pensamiento de Heidegger,
o más bien debido a ella, intento ubicar en el texto de Heidegger... los
signos de un anhelo de la metafísica, o de lo que él denomina la
onto-teología [Pos, págs. 9-10].

Derrida considera que Heidegger nunca fue más allá de un grupo de
metáforas que compartió con Husserl, el grupo que sugiere que estamos
todos en posesión de la «verdad del Ser» en nuestro fuero más íntimo, y
que simplemente se nos ha de recordar lo que hemos olvidado, recordar
aquellas palabras «más elementales» que se han rescatado de la metafísica
para el pensar.[xv] Esta idea de que existe algo denominado «la verdad del
Ser» le parece a Derrida el vínculo oculto entre la búsqueda filosófica
tradicional de un vocabulario total, único y cerrado y la búsqueda de
palabras mágicas y únicas por parte del propio Heidegger.[xvi]
Derrida diagnostica en Heidegger «el dominio de toda una metafórica de la
proximidad, de la presencia simple e inmediata, una metafórica que asocia
la proximidad del Ser a los valores de la vecindad, el cobijo, la casa, el
servicio, la reserva, la voz y la escucha» (MP, pág. 130). Heidegger puede
haber renunciado a las actuales metáforas platónicas de la visión en favor
de metáforas auditivas de llamada y escucha, pero según Derrida este
cambio no se evade del círculo de las nociones interexplicables que unen a
la tradición ontoteológica con su crítica insuficientemente radical. «La
valorización del lenguaje hablado -afirma- es constante y masiva en
Heidegger» (MP, pág. 132, n. 36). Así Derrida intenta describir en
ocasiones su propia aportación en términos de la diferencia entre las
metáforas comunes al ver y el oír y las que pueden formarse alrededor de
la escritura.[xvii]
La interpretación de Heidegger por Derrida sugiere la siguiente imagen: el
primer Heidegger detecta una semejanza fatal entre Platón y Hegel (a pesar
del historicismo de Hegel); el último Heidegger detecta una similitud
fatal entre ambos, Nietzsche y su propia filosofía temprana. Derrida
percibe una similitud fatal entre los cuatro y la filosofía tardía de
Heidegger. De este modo encontramos a Hegel, Nietzsche, Heidegger, Derrida
y a los comentaristas pragmáticos de Derrida como yo mismo pugnando por el
puesto de primer antiplatonista realmente radical de la historia. Este
intento algo ridículo por ser el más no-platónico ha dado pie a la
sospecha de que, al igual que tantos muñecos de cuerda, los filósofos de
este siglo están aún realizando las mismas tediosas inversiones
dialécticas que realizó Hegel hasta el aburrimiento en la Fenomenología,
las inversiones que Kierkegaard denominaba gustosamente «trampas caninas».
La única diferencia puede ser que ahora todo el mundo está intentando
alejarse cada vez más del conocimiento absoluto y del cierre filosófico,
en vez de avanzar cada vez más hacia ellos.
Derrida es muy consciente del peligro de que, a pesar de esta diferencia,
podemos estar condenados (como lo expresó Foucault) a encontrar a Hegel
esperando pacientemente al final de cualquier camino que tomemos (incluso
si caminamos hacia atrás). Pero cree que tiene una forma de apearse del
camino. Derrida distingue entre la forma de abordar la tradición por parte
de Heidegger, que describe diciendo que es «proyectar contra el edificio
los instrumentos o piedras existentes en la casa», y el intento de
«cambiar de terreno, de forma discontinua y abrupta, situándose uno mismo
brutalmente fuera, y afirmando un corte y diferencia absolutos» (MP, pág.
135).
Ninguno de éstos -opina- basta por sí mismo. Mi anterior presentación del
dilema al que se enfrenta Derrida puede ayudarnos a ver el porqué. De
acuerdo con la primera alternativa, no se puede evitar continuar una vieja
conversación, con unos archai, telos, etc., bastante semejantes. De
acuerdo con la segunda alternativa, no se puede decir todo acerca de la
filosofía, porque se ha perdido contacto con el objeto. Uno no puede decir
que está hablando sobre la tradición filosófica si ninguna de las palabras
que utiliza está en relaciones de inferencia con algunas de las palabras
utilizadas por aquella tradición. O bien uno interpreta lo que ha dicho la
tradición, y con ello sigue página abajo, o bien no, y entonces se
encuentra uno en los márgenes, ignorando la filosofía y siendo ignorado
por ella.
Derrida propone no ir entre los cuernos de este dilema sino entrelazar los
cuernos en una doble hélice sin fin. Afirma que «una nueva escritura debe
tejer y entrelazar estos dos motivos de desconstrucción. Lo que equivale a
decir que hay que hablar varios lenguajes y producir varios textos a la
vez» (MP, pág. 135). No está muy claro por qué esto sería de utilidad. Lo
más que se me ocurre sobre las razones por las que Derrida cree que puede
ser de utilidad es que desea invocar la distinción entre conexiones
inferenciales entre enunciados, las conexiones que dan su significado a
las palabras utilizadas en aquellos enunciados, y asociaciones no
inferenciales entre palabras, asociaciones que no dependen de su uso en
enunciados.[xviii] A1 igual que Heidegger parece pensar que si atendemos a
las primeras, nos veremos atrapados en nuestra actual forma de vida
ontoteológica. De este modo -puede inferir- hemos de cortar con el
significado, concebido a modo de Wittgenstein-Saussure como un juego de
diferencias inferenciales, y pasar a algo como lo que Heidegger denominó
«fuerza», el resultado de un juego de diferencias no inferenciales, el
juego de sonidos -o, simultáneamente con el cambio de lo fónico a lo
escrito, al juego de caracteres escritos, de quirografía y tipografía.
La distinción entre ambos tipos de juego de diferencia es la distinción
entre el tipo de capacidades que se necesitan para escribir la gramática y
el léxico de un lenguaje y el tipo que se necesitaría para hacer chistes
en ese lenguaje, para construir metáforas en él, o para escribir en él en
un estilo distinguido y original en vez de escribir simplemente de forma
clara. La claridad y transparencia ansiada por los machos metafísicos
razonadores puede concebirse como una forma de suponer que sólo importan
las conexiones inferenciales, porque sólo ellas son relevantes para la
argumentación. Según esta perspectiva, las palabras sólo importan porque
con ellas uno forma proposiciones, y así argumentos. A la inversa, en el
«marco de referencia de Hartman... en el que las palabras figuran como
palabras (incluso como sonidos)», importan incluso si nunca se utilizan en
una oración indicativa.
Sin embargo, la distinción entre conexiones inferenciales y asociaciones
no inferenciales es tan borrosa como la distinción entre una palabra y una
proposición, o como la existente entre lo metafórico y lo literal. Hay un
continuum entre metáforas tan muertas que podrían incluirse en un
diccionario como sentidos «literales» alternativos y metáforas tan
fervientes como para no ser más que chistes privados ininteligibles. Pero
Derrida tiene que hacer algo con todas estas distinciones. Tiene que hacer
que parezcan lo suficientemente tajantes que pueda resultar sorprendente
ignorarlas. Para que pueda parecer efectiva esta táctica de hablar varios
lenguajes a la vez, de producir varios textos a la vez, tiene que afirmar
que es algo que sus antecesores no han hecho por sí mismos. Tiene que
afirmar que su práctica, así como su teoría, ha desechado la metáfora, que
sólo ha dependido del conocimiento de conexiones inferenciales, y que él
está haciendo algo original al entretejer estas conexiones con
asociaciones no inferenciales. Tendrá que pensar que mientras que
Heidegger, y todos los autores situados en la tradición, simplemente
reordenaron las conexiones inferenciales entre oraciones y con ello
simplemente reconstruyeron el mismo edificio en el mismo terreno, él está
consiguiendo cambiar el terreno al recurrir, por vez primera, a
asociaciones no inferenciales. O, al menos, tendrá que decir que es el
primero en haberlo hecho de forma plenamente consciente.

5. Leer varios textos a la vez
A partir de esta interpretación de cómo Derrida piensa que puede hacer lo
que Heidegger no pudo hacer, de cómo espera escapar de la tradición en vez
de enredarse con ella como hizo Heidegger, deseo formular dos críticas a
su intento. En primer lugar, sencillamente no es cierto que la secuencia
de textos que configuran el canon de la tradición ontoteológica haya
estado presa de una metafórica que ha permanecido inmutable desde los
griegos. Esta secuencia de textos, como la que constituye la historia de
los tratados de astronomía, o de la épica, o del discurso político, se ha
caracterizado por la habitual alternancia entre momentos
«revolucionarios», «literarios», «poéticos» e interludios normales,
banales y constructivos. El hablar varios lenguajes y escribir varios
textos a la vez es precisamente lo que han hecho todos los pensadores
importantes, revolucionarios y originales. Los físicos, políticos y
filósofos revolucionarios siempre han tomado las palabras y les han dado
nueva forma. Con ello han dado a sus encolerizados oponentes conservadores
la razón de acusarles de introducir extraños sentidos nuevos a expresiones
conocidas, de juguetear frívolamente, de no seguir las reglas, de utilizar
la retórica en vez de la lógica, la imaginación en vez de la
argumentación. Las etapas «de la historia del Ser» que expone Heidegger se
caracterizan, como dice el propio Heidegger, por la pretensión de algunas
personas (unas veces irónicamente y otras engañándose a sí mismas) de
decir lo mismo de siempre dándole un efecto subversivo a las palabras
antiguas. Considérese, a este respecto, el uso de la ousia por
Aristóteles, el uso de res por Descartes, el de «impresión» por Hume, el
de «juego» por Wittgenstein, el de «simultáneo» por Einstein, y el de
«átomo» por Bohr.
Si la ciencia fuese tan literal y metódica como ha pretendido a la
filosofía de la ciencia, y si la filosofía fuese en tan gran medida
cuestión de resolver problemas, analizar conceptos y contemplar ideas como
en ocasiones se ha soñado, sería posible establecer una distinción entre
filosofía y literatura o entre ciencia y literatura paralela a la
distinción entre lo universal y literal, por un lado, y lo idiosincrásico
y metafórico, por otro. Entonces podría uno, como Derrida, intentar
levantar el terreno sustituyendo la distinción entre conexiones
inferenciales y asociaciones no inferenciales por estas distinciones.
Pero, al igual que la historia de la ciencia no se parece mucho a como la
ha descrito el empirismo o el racionalismo, la historia de la filosofía no
se parece mucho a lo que esperó podría ser el sueño nuclear de la
filosofía. Una cosa es decir que tradicionalmente se ha explotado la
distinción metafórico-literal para distinguir la filosofía de la
literatura, si esto significa que se han construido dos tipos ideales con
la ayuda de esta distinción. Otra distinta es decir que los ámbitos de la
cultura demarcados por los criterios bibliográficos habituales como
«literatura» y «filosofía» tengan mucho que ver con estos tipos ideales.
La física y la metafísica importantes y revolucionarias han sido siempre
«literarias» en el sentido de que han afrontado el problema de introducir
una nueva jerga y dejar de lado los juegos de lenguaje en vigor. Si no
siempre han sido «violentas» y «brutales», es porque en ocasiones han sido
cívicas y dialogantes, y no porque hayan permanecido atrapadas en una
metafórica estéril. Los contrastes derridianos entre reconstruir el
edificio y levantar el terreno, entre conexiones inferenciales y
asociaciones no inferenciales, no pueden afilarse para satisfacer los
propósitos de Derrida. Tan pronto como uno se separa de los sueños y de
los tipos ideales para remitirse a las narrativas que rastrean la historia
de los géneros, se desvanecen todas estas distinciones.
No puedo probar este extremo sin crear realmente semejante narrativa, pero
permítaseme formular un argumento que puede apoyar mi afirmación.
Considérese el problema abstracto de cómo puede uno «escapar» alguna vez
de un vocabulario o de un conjunto de supuestos, de cómo evitar caer
«preso» en un lenguaje o una cultura. Supongamos que existe un consenso
universal en una comunidad acerca de «las condiciones de expresión
lingüística inteligible» o de «el único vocabulario en el que es
permisible hablar». Supongamos entonces que alguien en esa comunidad
pretende decir que hemos cometido un error -que en realidad esas
condiciones o criterios, o aquel vocabulario, eran erróneos. Fácilmente se
desecharía esta sugerencia revolucionaria. Pues o bien se formularía en
obediencia a las antiguas condiciones o criterios, en el antiguo
vocabulario, o bien no. Y en caso afirmativo, sería incongruente por
autorreferencia. En caso negativo sería ininteligible, irracional, o ambas
cosas a la vez. Derrida habla como si este elegante dilema de manual fuese
real, como si hubiese una fuerza terrible y opresora denominada «la
metafórica de la filosofía» o la «historia de la metafísica» que esté
haciendo la vida imposible no sólo a los ingeniosos aficionados a los
juegos de palabras como él sino al conjunto de la sociedad. Pero las cosas
no están tan mal, excepto en circunstancias especiales, circunstancias del
tipo que crearon la Inquisición y más recientemente, el KGB. El discurso
de la física, la metafísica y la política es considerablemente más
moldeable que eso. No sólo no existe un consenso universal sobre las
condiciones de inteligibilidad o los criterios de racionalidad, sino que
nadie pretende siquiera que lo haya, excepto como recurso retórico
ocasional y bastante poco eficaz. El discurso de la cultura superior ha
sido, sobre todo en los dos últimos siglos, considerablemente más fluido y
locuaz de lo que se desprendería de leer a Heidegger o a Derrida.
Para resumir esta primera crítica de Derrida, creo que suscita
efectivamente dos sueños, dos tipos ideales, y los contrapone con
eficacia. Pero este mundo ideal y onírico, con sus contrastes entre texto
y margen, nativos y foráneos, el mismo terreno y el terreno nuevo, no
tiene mucho que ver con las formas de vida intelectual actuales. Esto me
lleva a mi segunda crítica: si se desea retorcer los cuernos del dilema
artificial que construye Derrida y formar un sacacorchos, puede hacerse
simplemente leyendo varios textos a la vez, en contraposición a
escribiendo varios textos a la vez. En realidad, uno puede afirmar que ha
estado haciendo precisamente esto durante bastante tiempo. Este género de
escritura que ilustra el sueño de la filosofía, que culmina en
afirmaciones como «toda expresión lingüística inteligible debe...» o bien
«todo discurso racional debe...», constituye sólo una pequeña parte de la
historia de la filosofía. Ese particular género se ha leído cada vez con
mayor ironía y distanciamiento en los últimos siglos. Pues está siendo
leído por personas que han leído no sólo otros géneros filosóficos sino
también muchos de los diversos géneros de escritura restantes englobados
bajo el rótulo de «literatura». Un lector actual típico de Parménides,
Spinoza, Kant, Hegel y Ayer será también un lector de Heráclito, Hume,
Kierkegaard, Austin, Freud, Borges, Joyce, Nabokov, Wallace, Stevens -y,
asimismo, de Jean Genet. En Glas, Derrida ha hablado sin duda varios
lenguajes a la vez, escrito varios textos a la vez, creado un tipo de
escritura que no tiene archai, ni telos, etc. Pero está haciendo de forma
brillante y con extensión algo que la mayoría de sus lectores han estado
haciendo espasmódicamente y con dificultad en su cabeza. No es pequeña
hazaña plasmar algo así en el papel, pero lo que encontramos en Glas no es
un terreno nuevo. Es una presentación realista de un terreno en el que
hemos venido acampando desde hace un tiempo.
Puedo formular esta segunda crítica en términos más generales diciendo que
la mayoría de los intelectuales contemporáneos viven en una cultura
conscientemente carente de archai, de telos, de teología, teleología u
ontología. Por eso no es tan claro que necesitemos «un nuevo tipo de
escritura» para pensar lo que «la genealogía estructurada de los conceptos
de la filosofía... ha sido capaz de disimular o prohibir». Gran parte de
la presentación que hace Derrida de su punto de vista depende, como ya he
dicho, de la idea de que la literatura, la ciencia y la política han
estado vedadas de hacer diversas cosas por «la historia de la metafísica».
Esta idea se reitera en la afirmación de Heidegger de que la historia del
género que ha buscado un lenguaje total, único y cerrado es nuclear a toda
la gama de posibilidades humanas en el Occidente actual. Esta afirmación
parece muy poco plausible.
La única justificación que parece tener es que Occidente está empeñado en
hablar mucho sobre la necesidad de ser wissenschaftlich «riguroso» u
«objetivo». Pero, aparte de unos pocos profesores de filosofía que (como
Searle) gustan de insistir en los «hechos palmarios» y de otros (como yo
mismo) que gustan de revocar esta noción de facticidad, nadie vincula
estos términos con el sueño de un vocabulario total, único y cerrado.
Tanto los esfuerzos de Searle como los míos propios pueden ser ahora
irrelevantes para la cultura superior actual -igual que los voceros
profesionales (wowsers) (T.) y los ateos profesionales, que atacan y
contraatacan sobre la cuestión del rezo matutino en las escuelas públicas,
son irrelevantes para la política norteamericana. En la actualidad,
palabras como «científico» u «objetivo» se han desgastado hasta el punto
de que la mayoría de las personas se limitan a entender por ellas «la
forma en que hacemos las cosas por aquí». Determinadas subculturas
utilizan palabras como «radical» o «subversivo» con el mismo sentido.
Ambos grupos de términos son expresiones convencionales de aprobación,
cuya especificidad y significado vienen dados por su contexto sociológico
de uso más que por sus vínculos con un proyecto de totalización.

6. Escribir acerca de la interminabilidad
Ya dije anteriormente que en ocasiones Derrida ha ilustrado cómo huir de
la jaula de hierro de la tradición invocando asociaciones no inferenciales
y que en otras ocasiones lo hizo escribiendo en tono polémico. Hasta aquí
mis críticas se han centrado en su explicación de por qué hace lo primero.
Quiero ahora considerar brevemente esta última táctica y desarrollar mi
anterior idea de que Derrida no puede polemizar sin convertirse él mismo
en metafísico, en un. postulador más del título de descubridor de un
vocabulario primigenio y más profundo.
Este peligro acecha en pasajes como el siguiente, en que Derrida está
explicando por qué el término «ser» de Heidegger no consigue distanciarse
de la tradición, y sugiere que sí pueden hacerlo términos como différance
y trace:

Como el ser no ha tenido nunca un «significado», nunca se ha pensado o
expresado como tal, excepto disimulándose a sí mismo en los seres,
entonces différance, de una determinada y muy extraña forma (es) «más
antiguo» que la diferencia ontológica o que la verdad del ser. Cuando
tiene esta edad puede denominarse el juego del rastro. El juego de un
rastro que no pertenece ya al horizonte del ser, pero cuyo juego
transporta y abarca el significado de ser... Este tablero desfondado en el
que se pone a jugar el ser carece de mantenimiento alguno y de profundidad
[MP, pág. 22].

Pasajes semejantes resultan excitantes en un buen estilo arcaizante,
dialéctico, hegeliano. Sugieren que finalmente hemos conseguido ver más
allá del horizonte conocido, más allá de la superficie conocida, detrás
del supuesto origen, y que así finalmente hemos conseguido cerrar el
último círculo, superar la última tensión dialéctica, etc. Por ello,
suscitan el siguiente tipo de objeción:

La gramática derridiana está «modelada», en sus grandes líneas, según la
metafísica heideggeriana, a la cual intenta «desconstruir» sustituyendo la
«presencia del logos» por la anterioridad de un rastro; se constituye a sí
misma como una ontoteología basada en el rastro como «fundamento», «base»
u «origen» [Pos, pág. 52].

A esta objeción Derrida responde indignado lo siguiente:

¿Cómo va a seguir uno el modelo de aquello que desconstruye? ¿Puede
hablarse con tanta ligereza de metafísica heideggeriana? Pero, sobre todo
(porque estas dos primeras eventualidades no son absurdas en sí, aún
cuando lo sean aquí), ¿no he repetido sin cesar -y me atrevería a decir
que he demostrado- que el rastro no es ni un fundamento... ni un origen y
que en ningún caso puede proporcionar una ontoteología manifiesta o
encubierta?... Esta confusión... consiste en volver contra mis textos
críticas que uno se ha olvidado estaban primero en ellos y se han tomado
de ellos [Pos, pág. 52].

Esta respuesta es muy inquietante. Sería mas derridiano preguntar cómo
podría evitarse seguir el modelo de aquello que uno desconstruye. En el
caso de una metafórica tan grande y dispersa como la de la filosofía,
parece muy improbable que uno consiga hablar de sus predecesores sin usar
término alguno que sea interexplicable con los términos que éstos
utilizaron. En particular, es asombroso cómo puede hablar Derrida de haber
demostrado que «el rastro no es ni un fundamento... ni un origen» o cómo
puede determinar cuál es «más antigua», la différance o la verdad del ser.
Quienes desean dejar a un lado la metafísica de la presencia no deberían
hablar de demostrar. Quienes están intentando quitarse de encima la
metafórica de la tradición no deberían preocuparse por determinar qué es
más antiguo.
Considérese a este respecto la afirmación de Derrida de que «el movimiento
de la différance... es la raíz común de todos los conceptos de oposición
que caracterizan nuestro lenguaje, como -por citar sólo algunos ejemplos-
sensible/inteligible, intuición/significación, naturaleza/cultura, etc.
(Pos, pág. 9). Señálese que aquí «raíz común» no significa «causa de» o
«forma primitiva de». Pues el movimiento de la différance, al igual que el
de rastro, no puede ser ni un fundamento ni un origen. Ni debería
significar «rasgo común de». Si significase eso, la différance sería un
término perfectamente común que estaría en relación con las diversas
oposiciones que constituyen la metafórica de la filosofía, igual que el
término «pájaro» está en relación con el águila, el avestruz y el gorrión.
Pero Derrida nos dice, una y otra vez, que différance no es «ni un término
ni un concepto».
Sin embargo, esto no es cierto. La primera vez que Derrida utilizó esa
secuencia de letras era, en realidad, no una palabra sino sólo un error de
ortografía. Pero hacia la tercera o cuarta vez que la utilizó, se había
convertido en una palabra. Después de todo, todo lo que a un vocablo o
inscripción le hace falta para convertirse en palabra es un lugar en un
juego de lenguaje. Entonces es ya efectivamente una palabra muy conocida.
Cualquier teórico de la literatura que confundiese différance con
diférence no advertiría la distinción, igual que un estudiante de teología
del siglo V que confundiese homoousion y homoiousion. En cuanto al
concepto, los nominalistas wittgensteinianos pensamos que tener un
concepto es ser capaz de utilizar una palabra. Cualquier palabra que tenga
un uso automáticamente significa un concepto. No puede dejar de hacerlo.
No tiene objeto que Derrida nos diga que, puesto que différance «no puede
ser elevada a palabra-patrón o a concepto-patrón, puesto que bloquea
cualquier relación con la teología, se encuentra inmersa en la labor que
la recupera mediante una cadena de otros «conceptos», otras «palabras»,
otras configuraciones textuales» (Pos, pág. 40). Para nosotros los
wittgensteinianos, cada palabra se encuentra inmersa de este modo, y esta
inmersión no constituye salvaguarda alguna contra la elevación. Derrida no
puede adoptar simultáneamente la formulación del significado como juego de
lenguaje para todas las palabras e intentar privilegiar algunas palabras
mágicas como incapaces de un uso teológico.
Si tuviésemos que encontrar razón alguna en toda esta marginación de
Hegel, desmagificación de Heidegger, esta huida a los márgenes etc.,
hubiese sido mejor algo más que la reiteración de las críticas de Austin y
Quine a la «idea» de Locke y de Condillac.[xix] Una vez más, si Derrida
desea «una estrategia general de desconstrucción», debe formular una que
sea algo más que «evitar tanto una simple neutralización de las
oposiciones binarias de la metafísica como la simple habitación en el
campo cerrado de las oposiciones, confirmándolo». Semejante doble
evitación puede conseguirse simplemente señalando que las oposiciones
están ahí, y a continuación no tomándolas muy en serio. Esto es lo que ha
venido haciendo la mayor parte de nuestra cultura desde hace tiempo.
Nuestra cultura no sólo se ha elevado mediante un manantial burbujeante de
juegos de palabras y metáforas; ha sido cada vez más consciente de no
descansar sobre nada más sólido que semejante geiser.[xx] Si todo lo que
está diciendo Derrida es que debemos tomar menos en serio que Heidegger
las metáforas muertas de la tradición filosófica, es justo responder que
en sus propios primeros escritos él las toma bastante más en serio de lo
que las tomó el último Heidegger.

7. Conclusión
En resumen, creo que se puede hacer un mejor uso tanto de los juegos de
palabras de Derrida como de sus palabras mágicas si se abandona la idea de
que existe algo llamado «filosofía» o «metafísica» que es nuclear a
nuestra cultura y que ha estado radiando malas influencias hacia el
exterior. Esto no quiere decir que los juegos de palabras no sean
divertidos, o que las palabras no sean potentes, sino sólo que el tono de
urgencia que las rodea está fuera de lugar. Uno sólo adoptaría este tono
heideggeriano si pensase que los diversos descentramientos de los que
habló Freud -los producidos por Copérnico, por Darwin y por él mismo- nos
habían dejado aún pegados en el mismo lugar, el lugar en el que campan por
sus respetos todas aquellas malas y viejas oposiciones binarias. Pero
semejante concepción construye un espantajo de oposiciones que,
afortunadamente, hace tiempo se han «nivelado hacia aquella
ininteligibilidad que a su vez opera como fuente de pseudoproblemas».[xxi]
Heidegger pensó erróneamente que esto era un infortunio. Pensó que había
que devolver la fuerza a las «palabras más elementales». Concuerdo con
Derrida que Heidegger está cayendo aquí en una nostalgia carente de
objeto. Tenemos que crear nuestras propias palabras elementales, en vez de
estilizar las griegas. Pero discrepo de su supuesto de que puede hacerse
algo más con los restos nivelados de las antiguas palabras que divertirse
con los intentos de construirlas de nuevo, intentos por hacer parecer
reales los pseudoproblemas que producen. En la obra anterior y más
polémica de Derrida, sus efectos dependían de hacerlos parecer reales y
urgentes.
Sin atribuir al propio Derrida las opiniones y prácticas de sus más
incautos seguidores, puede decirse no obstante que la idea de que la
filosofía es nuclear a la cultura, una idea implícita en su obra temprana,
ha animado a los críticos literarios a creer que Derrida ha descubierto la
clave para desvelar el misterio de cualquier texto. En su forma extrema,
esta creencia lleva a los críticos a considerar todo texto como un texto
«acerca de» las mismas oposiciones filosóficas antiguas: tiempo y espacio,
sensible e inteligible, sujeto y objeto, ser y devenir, identidad y
diferencia, etc., justo cuando nosotros los pragmáticos terapeutas
wittgensteinianos estábamos congratulándonos de haber librado al mundo
culto de la idea de que estas oposiciones eran «profundas», justo cuando
pensamos que habíamos nivelado y trivializado elegantemente esta
terminología, encontramos que se anunciaba a los queridos y viejos
«problemas de la filosofía» de manual como el orden del día oculto de
nuestros poemas y novelas favoritos. Esto ha creado una situación social
espinosa: nosotros los filósofos terapéuticos que intentamos disolver los
problemas comprobamos ahora que nuestros viejos oponentes profesionales
(por ejemplo, Searle) están de acuerdo con nuestros nuevos amigos
interdisciplinares (por ejemplo, Culler). Ambos piensan que las
distinciones de manual son terriblemente importantes. Los primeros quieren
reconstruirlas y los últimos quieren desconstruirlas, pero ninguno de los
dos se limita a tomarlas a la ligera, a «des-tematizarlas», a
considerarlas sólo como algunos tropos más. Es importante que tanto los
desconstructores como los realistas opinen que la metafísica -ese género
de literatura que intentó crear vocabularios únicos, totales y cerrados-
es muy importante. Ninguno de ellos puede permitirse admitir que, al igual
que la épica, es un género que tuvo una distinguida evolución y una
importante función histórica, pero que actualmente sobrevive
sustancialmente en la forma de una parodia de sí misma.
Sólo si se considera que este género es algo más que un artificio
histórico enigmático parece importante el contraste entre el cierre
filosófico y la apertura literaria. He venido insistiendo en que este
último contraste, entre el intento clásico por cerrar el lenguaje y la
insistencia romántica en romper cualquier cierre propuesto, es la única
base para realizar algo más que contrastes bibliográficos y genealógicos
entre «filosofía» y «literatura». Así, por volver al punto en el que
comencé, creo que haríamos bien en concebir la filosofía únicamente como
un género literario más en el que destaca la oposición clásico-romántico.
No deberíamos utilizar el término «filosofía» como el nombre del polo
clásico de esta ubicua oposición. Deberíamos concebir las oposiciones
clásico-romántico, científico-literario y orden-libertad como emblemáticas
de un ritmo interior que domina toda disciplina y todo sector de la
cultura.
Mi sugerencia de volver al eclecticismo endémico de la Fenomenología del
espíritu y de la segunda parte del Fausto puede parecer reaccionaria. Pero
sólo lo parecerá si somos tan fervorosamente románticos como para desdeñar
lo clásico sin más, el momento en que la historia intelectual parece como
un relato de eterno retorno. Nunca vamos a dejar de ir hacia delante y
hacia atrás entre aquel momento y el romántico, el momento en el que
parece como si (en palabras de Robinson Jeffers) «el río de las épocas
redondea la roca de este año». Esperar un punto de vista desde el que huir
de esta oscilación sería esperar precisamente el tipo de vocabulario
único, total y cerrado que con razón dicen Heidegger y Derrida nunca vamos
a conseguir.
Desde este punto de vista, no existe una tarea urgente denominada
«metafísica desconstructiva» que tenga que realizarse antes de aplicarnos
al resto de la cultura. A pesar de él mismo, lo que hizo Heidegger con la
historia de la filosofía no fue desconstruirla sino encapsularla y
aislarla más, permitiéndonos así rodearla. Lo que ha hecho Derrida,
también a pesar de sí mismo, es mostrarnos cómo tomar a Heidegger con
alegría nietzscheana, cómo ver este tratamiento de la tradición metafísica
como narrativa brillantemente original en vez de como una transformación
epocal. Esta lectura de Derrida no nos da razón para pensar que, como han
sugerido algunos derridianos norteamericanos, éste nos haya enseñado a
hacer con algo llamado «literatura» lo que Heidegger hizo con otra cosa
llamada «filosofía». Una cosa es rodear un determinado género literario
-la filosofía- encapsulándolo y otra mostrar que ese género es el armazón,
o la plantilla, de todos los demás. Nada en Heidegger ni en Derrida hace
plausible esta última afirmación, que constituye una premisa no
cuestionada de gran parte de la obra de ambos. Pero esta afirmación es
esencial en el intento de los derridianos anglosajones por considerar las
oposiciones filosóficas como el tema implícito de cualquier texto
literario, elegido arbitrariamente. El intento de hallar un vocabulario
cerrado y total produjo multitud de grandes oposiciones binarias, que a
continuación poetas, ensayistas y novelistas pasaron a utilizar como
tropos. Pero se puede muy bien utilizar un tropo sin tomar en serio su
pretensión de formar parte de semejante vocabulario. No hace falta
concebirlo en desconstrucción de sí mismo, suicidándose, para escapar de
su nociva influencia totalizadora. Conceptos como los de causalidad,
originalidad, inteligibilidad, literalidad, etc., no son más peligrosos,
ni más suicidas, que las puestas de sol o los mirlos. No es culpa suya que
en otro país, hace mucho, se creyese que tenían poderes mágicos.
Richard Rorty





[i] Jonathan Culler, On deconstruction: theory and criticism after
structuralism (lthaca, N.Y., 1982), págs. 149-150.
[ii] Véase, p. ej., M. Heidegger, «La época de la cosmovisión», en La
cuestión de la técnica, para una presentación del método como una variedad
de «procedimiento», que a su vez exige «un plan fundado fijo». Heidegger
considera que esta exigencia es «la esencia de la tecnología».
[iii] Por ejemplo, Derrida se apresuró en exceso al elegir a J.L. Austin
como ejemplo de alguien que aceptaba la idea tradicional de comunicación
del sentido «en un elemento homogéneo a lo largo del cual no resulta
esencialmente afectada la unidad y la integridad del sentido» (Margins of
philosophy, trad. Alan Bass [Chicago, 1982], pág. 311. Todas las
referencias posteriores a esta obra irán entre paréntesis en el texto, con
la abreviatura MP), Derrida afirma que se ha mantenido esta idea a lo
largo de toda la historia de la filosofía. Cuando se refiere a Austin,
apresuradamente le atribuye todo tipo de motivos y actitudes tradicionales
que el propio Austin se jactó de haber evitado. La crítica de Derrida por
John Searle en este punto me parece sustancialmente correcta (pace Culler
y Christopher Norris) (véase «Reiterating the differences: a reply to
Derrida», Glyph [1977]: 198-208. No puedo ver que en su respuesta a Searle
(véase «Limited Inc abc...», GIyph 2 [ 1977]: 162-254) Derrida echase el
guante a Searle, por lo que respecta a las acusaciones de éste último de
haber leído erróneamente a Austin -aunque Derrida formuló una crítica
efectiva de diversos supuestos metafilosóficos comunes a Austin y a Searle
(véase nota 19 infra). Me parece que tiene razón Stanley Fish al
interpretar la obra Como hacer cosas con palabras como una obra que dice
(acerca del lenguaje, si no acerca de la filosofía) algo bastante
semejante a lo que desea decir el propio Derrida (véase Fish, «Whith the
commpliments of the author: reflections on Austin and Derrida», Critical
Inquiry 8 [verano de 1982]: 693-721, en esp. las últimas páginas).
[iv] Una razón por la que puede parecer que fue Derrida quien nos capacitó
a hacer el tipo de lecturas que describe Culler en el pasaje que he citado
antes es que durante décadas, en los países anglosajones, los estudiosos
de literatura tendían a evitar la filosofía, y a la inversa. El problema
no ha sido que hayamos carecido de un método, sino sencillamente que
prácticamente nadie leía textos literarios y filosóficos, así
prácticamente nadie estaba capacitado para expurgar uno de los dos géneros
con respecto al otro de la forma en que recomienda Culler. La influencia
de los Nuevos Críticos y de F.R. Leavis fue, en conjunto, antifilosófica.
Antes de que apareciesen libros como The mirror and the lamp, de M.H.
Abrams, a los estudiosos de literatura inglesa no solía ocurrírseles leer
a Hegel. Durante el mismo período, se animaba a los estudiosos de
filosofía analítica a mantener sus lecturas literarias bien separadas de
su obra filosófica y a evitar leer la filosofía alemana producida entre
Kant y Frege. Era convicción generalizada que leer a Hegel deterioraba el
cerebro. (Se pensaba que leer a Nietzsche y a Heidegger tenía aún peores
efectos -podía hacer salir pelo en lugares inusuales, convirtiendo a uno
en una rugiente bestia fascista.)
[v] Geoffrey H. Hartman, Saving the text: literature, Derrida, philosophy
(Baltimore, 1981), pág. xxi.
[vi] Véase Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas,
2ª ed., aum. (ed. original, Chicago, 1970), para la presentación de la
tendencia de los científicos a ponerse filosóficos cuando se han acumulado
las anomalías y se ha alcanzado un estado de «crisis».
[vii] Otra forma de expresar esta idea es decir que los problemas
filosóficos no están «ahí» a la espera de ser encontrados, sino que se
construyen. Los problemas filosóficos cobran vida cuando las personas
conciben alternativas que no se han concebido con anterioridad y con ello
cuestionan una creencia del sentido común de la que antes no había habido
motivo para dudar. De acuerdo con la perspectiva metafilosófica que
considero común a John Dewey y a Derrida, es erróneo pensar que Derrida, o
cualquier otro, «haya reconocido» los problemas sobre la naturaleza de la
textualidad o de la escritura que hubiesen sido ignorados por la
tradición. Lo que hizo fue concebir formas de expresión que hacían
optativas las antiguas formas de expresión, y por lo tanto más o menos
dudosas.
[viii] He examinado este anhelo en mi obra Consecuences of pragmatism
(esays: 1972-1980) (Minneapolis, 1982), págs. 130-137.
[ix] A Derrida le gusta citar el «to gar ichnos tou amorphou morphè» de
Plotino («el rostro es la forma de lo informe») (MP, pág. 66, n. 41 y
véase las págs. 157 y la n. 16 de la 172). Si se considera esto como
definición del sentido en que el propio Derrida utiliza el término rostro,
puede interpretarse que el rostro significa «el tipo de cosa que los
filósofos necesitan pero no pueden tener». Pero no estoy seguro de que
deba interpretarse así.
[x] Derrida, Positions, trad. Bass (Chicago, 1981), pág. 6; todas las
posteriores referencias a esa obra irán entre paréntesis en el texto, con
la abreviatura Pos.
[xi] Véase Pos, pág 35, donde Derrida habla de«liberar [a la ciencia] de
las ataduras metafísicas que desde sus inicios han condicionado su
definición y movimiento».
[xii] En su obra antes citada, Culler intenta conservar algunos de los
argumentos de Derrida (y, ¡ay!, uno de los peores argumentos de Nietzsche)
y Searle le ha criticado por ello (véase «The word turned upside down,»
New York Review of Books, 27 oct. 1983, págs.74-79). Creo que Searle tiene
razón al decir que muchos de los argumentos de Derrida (por no decir nada
de algunos de los de Nietzsche) son simplemente horribles. Señala con
agudeza que muchos de ellos dependen del supuesto de «que a menos que
pueda formularse una distinción de forma rigurosa y precisa no es en
realidad distinción alguna». Pero creo que Searle hipersimplifica la
situación dialéctica y, así, comprende erróneamente y subestima tanto el
libro de Culler como el proyecto de Derrida. Afirma que Derrida comparte
con Edmund Husserl el supuesto de que, a menos que se proporcionen
«fundamentos [de conocimiento]» filosóficos, «algo se pierde, se socava o
se pone en cuestión» (pág. 78). Pero Derrida no se interesa por la
búsqueda de fundamentos del conocimiento, excepto como un ejemplo local de
la idea de filosofía como una especie de ciencia universal que puede
«situar» todas las demás actividades culturales describiéndolas en un
vocabulario peculiarmente claro Y transparente -un vocabulario que
aprehende firmemente el mundo haciendo posible una precisión y rigor
intrínsecos (en oposición a simplemente hacerlo posible para resolver
determinados problemas planteados en una tesitura histórica contingente;
véase la n. 7 supra).
Es precisamente esta concepción de la filosofía la que presupone el muy
husserliano elogio de Searle a la «claridad, rigor, precisión, globalidad
teórica y, sobre todo, contenido intelectual» que considera característico
de la actual «edad de oro de la filosofía del lenguaje», realzada por la
labor de «Chomsky y Quine, de Austin, Tarski, Grice, Dummett, Davidson,
Putnam Kripke, Strawson, Montague, y otra docena de autores de primera
línea». Cuando Searle afirma que su obra está «escrita a un nivel
enormemente superior al de la filosofía desconstructiva» (pág. 78), está
ensayando exactamente el tipo de apoteosis de los problemas de manual
actualmente conocidos, y de los estilos dominantes en un núcleo
disciplinario local, del que con razón se mofaron Nietzsche y Derrida.
Está realizando justamente el tipo de suposición de Derrida en su examen
de Austin (véase n. 3 supra), a saber, que un autor que trabaja en una
tradición no conocida debe estar necesariamente intentando (y fracasando
en) hacer el tipo de cosa que están haciendo los autores más conocidos
para uno. La idea de que existe algo denominado «contenido intelectual»,
mensurable por normas universales y ahistóricas, vincula a Searle con
Platón y Husserl, y le distancia de Derrida. La debilidad del tratamiento
de Derrida por parte de Searle es que éste entiende que aquél está
realizando filosofía amateur del lenguaje en vez de formulando cuestiones
metafilosóficas sobre el valor de semejante filosofía.
[xiii] Heidegger, On Tine and Being, trad. Joan Stambaugh (Nueva York),
pág. 24.
[xiv] Véase Heidegger, Early Greek thinking, trad. de David Farrell Krell
y Frank A. Capuzzi (Nueva York, 1975), pág. 52.
[xv] Heidegger, Ser y Tiempo, trad. inglesa, pág. 262.
[xvi] Sin embargo Derrida reconoce que Husserl se equivocó en interpretar
Ser y Tiempo «como una desviación antropologista de la fenomenología
transcendental» y que Heidegger, en su obra posterior, renunció
implícitamente a su anterior pretensión cuasi-fenomenológica de estar
explicando una «vaga comprensión promedio del Ser» universalmente humana
(MP, págs. 118, 124).
[xvii] Creo que ésta es una predilección caprichosa por su parte. Como se
advierte en «Limited inc., ». «el primado de la escritura» no va más allá
de la afirmación de que determinados rasgos universales de todo discurso
se ven con más claridad en la escritura que en el habla. Creo ahora que
tomé demasiado en serio el contraste habla-escritura en un ensayo sobre
Derrida que escribí hace unos años (véase « La filosofía cono tipo de
escritura: un ensayo sobre Derrida», incluido en mi libro Consecuencias
del pragmatismo).
[xviii] Permítaseme aclarar la distinción mediante un ejemplo No se puede
utilizar el término «ángulo» correctamente, conocer el significado de esa
palabra, a menos que uno pueda utilizar también muchas otras palabras como
«línea», «cuadrado», «círculo», etc. En particular, nuestro conocimiento
del significado de «ángulo» consiste sustancialmente en la capacidad de
pasar rápidamente de la premisa «está en un ángulo» a las conclusiones
«está donde se encuentran varias líneas», «está en una esquina», etc. Una
vez más hemos de ser capaces de pasar de «es un círculo» a «no tiene
ángulos». Sin embargo, uno consideraría que ha captado tanto el uso y el
significado, aunque su oído fuese demasiado perezoso para advertir las
asociaciones no inferenciales de «ángulo», «lnglaterra», «ángel»,
«anglicano», etc. Se pueden hacer inferencias rápidas tanto en inglés como
en latín, y sin embargo no captar el chiste cuando, en 1066 and all that,
la observación del Papa a los escolares ingleses («non angli, sed angeli»)
se traduce por «no ángeles, sino anglicanos».
[xix] Uno de los obstáculos que impidieron a Derrida comprender a Austin
fue no advertir lo mucho que esta idea se extirpó de Oxford en los años
50, gracias a Gilbert Ryle. Uno de los obstáculos para la comprensión
anglosajona de Derrida es el supuesto de que todo lo que puede estar
haciendo éste es descubrir tardíamente lo que ya habían sabido Austin v
Quine.
[xx] Para un ejemplo de esta actitud con respecto al progreso científico,
véase la obra de Mary Hesse, Revolutions and reconstructions in philosophy
of science (Bloomington, Ind., 1980). Hesse formula la observación crucial
de que el análisis del progreso en términos de «convergencia» puede
funcionar para las proposiciones pero que «no hay un sentido obvio en el
que pueda mantenerse la convergencia de los conceptos (pág. x). La
sustitución de un conjunto de conceptos teóricos por otro, conceptos que
no pueden definirse en sí mismos en términos de un lenguaje de observación
dominante, es esencial para conseguir un mayor éxito predictivo, pero no
hay forma de ver semejante sustitución como «acercarse cada vez más a la
forma en que las cosas son en realidad» a menos que esto signifique
simplemente «conseguir más fuerza predictiva». Si esto es todo lo que
significa, no se puede explicar el éxito de la ciencia en términos de la
noción de una mejor correspondencia con la realidad. En el capítulo 4 de
su libro, «La función explicativa de la metáfora», Hesse sugiere que
concibamos las teorías científicas como metáfora , llega a la conclusión
de que «la racionalidad consiste simplemente en la continua adaptación de
nuestro lenguaje a nuestro mundo en continua expansión, y la metáfora es
sólo uno de los principales medios por los que esto puede conseguirse»
(pág. 123). Yo he señalado que la perspectiva de Hesse puede ampliarse en
tono deweyano hasta no dejar diferencia epistemológica entre la ciencia y
el resto de la cultura. Véase mi «Reply to Dreyfus and Taylor» (y la
discusión ulterior), Review of metaphysics 24 (sept., 1980): 39-56.
[xxi] Heidegger, Ser y Tiempo, pág. 262 (también citado supra en la nota
15).