Derrida, HERMENÉUTICA Y DECONSTRUCCIÓN

Derrida
HERMENÉUTICA Y DECONSTRUCCIÓN:
divergencias y coincidencias ¿Un problema de lenguaje?
Este trabajo ha sido editado en: Chantal Maillard y Luis E. de Santiago
Guervós (eds), Estética y hermenéutica. Departamento Filosofía Universidad
de Málaga, Málaga, 1999, pp. 229-248.

Los problemas de un encuentro ‘improbable’
Cuando en abril de 1981, Philippe Forget, profesor de lengua alemana en la
Sorbona, organizó un encuentro[i] en el Instituto Goethe de París, entre
Gadamer y Derrida, las expectativas entre los filósofos eran enormes,
aunque llenas de precaución, pues todo parecía indicar que estábamos ante
un encuentro ‘improbable’ (unwahrscheinlich). Se trataba de poner frente a
frente, por primera vez, a los representantes de dos de las principales
corrientes de la filosofía actual que acaparaban la atención del momento y
se buscaba sin demasiado éxito un terreno común desde el que los oponentes
pudiesen dialogar y contrastar sus posiciones encontradas. Han pasado ya
algunos años desde entonces, y puede parecer anacrónico volver a recordar
una disputa de estas características, pero las repercusiones de aquella
controversia filosófica han seguido presentes de una u otra manera en los
foros filosóficos[ii]. No en vano, tanto la deconstrucción como la
hermenéutica, en cuanto maneras distintas de pensar, siguen generando las
más diversas pasiones intelectuales como momentos estelares de la
filosofía del fin del milenio: la una tratando de deconstruir toda una
tradición ‘logocéntrica’ y metafísica después de más de dos mil años de
historia; la otra, rehabilitando la tradición como elemento productivo
para entrar en el nuevo milenio. Pero las expectativas se enriquecen más
si pensamos que se trata de dos filósofos que todavía viven y todavía no
han dicho su última palabra.
Es cierto que fue en realidad Gadamer el que dio pie a este acercamiento
entre hermenéutica y deconstrucción, tal vez por ser su filosofía menos
radical o quizás en un intento de buscar nuevos compañeros de viaje e
interlocutores de un dialogo hermenéutico en una humanidad de dimensiones
cada vez más planetarias. El mismo Gadamer, unos años después, y en un
tono conciliador afirmaba que «el que encarece mucho la deconstrucción e
insiste en la diferencia, se encuentra al comienzo de un diálogo, no al
final»[iii]. Por su parte Derrida también detecta en Gadamer «la
convicción absoluta de un deseo de consenso», cuando apela a la «buena
voluntad»[iv], y por su parte siente la tentación de suscribir la
evidencia de este axioma capaz de regular «hasta los fenómenos de
desacuerdo y malentendido», o sea, capaz de situarnos «más allá de toda
valoración en general, de todo valor». Pero ese deseo de consenso y el
apelar a la ‘buena voluntad’ para hacer posible el encuentro, no significa
apelar a una normativa incondicionada, o a una estructura axiomática que
signifique recaer en el proyecto de dominio de una ‘subjetividad
voluntaria’, o tratar de rastrear los puntos débiles del contrario, sino
que se trata de «hacer al otro tan fuerte como sea posible, de modo que su
decir se convierta en algo evidente»[v]. A Gadamer le resulta por eso
difícil comprender que el propio Derrida no esté de acuerdo con él, ya que
si le dirige preguntas, el hecho mismo de plantearlas implica que el
interlocutor está dispuesto a comprenderle. Incluso Derrida, cuando se
dirige a Gadamer o a sus lectores, o cuando habla y escribe, también se
dirige a ellos para ser comprendido. Presuponer esto en toda conversación
o diálogo no significa hacer metafísica.
No obstante, desde un punto de vista externo, no deja de ser paradójico el
perfil de un encuentro de estas características. Por una parte, Derrida se
presenta como el que trata de deconstruir aquello que Gadamer trata de
mantener, mientras que éste, por su parte, con su filosofía hermenéutica
sobre el diálogo y la conversación, parece que trata de arbitrar cualquier
forma de encuentro y, al mismo tiempo, intenta buscar una justificación o
legitimación de sus propios principios. Esto explicaría, tal vez, la
actitud de escepticismo y de ausencia que mantiene Derrida respecto a la
hermenéutica[vi]; pero también serviría para entender el porqué habla
Gadamer con tanta insistencia de una posibilidad de consenso, pues en el
fondo tenía que hacer realidad y poner en práctica lo que enseñaba su
propia hermenéutica: que siempre es posible el diálogo y el consenso. Pero
todo diálogo auténtico también tiene sus propias exigencias, y es posible
que ni uno ni otro se quieran poner a prueba, y por eso eviten ese
‘terreno común’ en el que se puedan airear sus propias debilidades y en el
que tengan que aceptar el poder no tener razón. Estos son algunos de los
elementos que suscitan preguntas como estas: ¿Estamos ante una estrategia
del propio Derrida de sustraerse al diálogo con la hermenéutica y no
entrar de un modo directo en la ‘cosa misma’? ¿O más bien se comporta la
hermenéutica a la defensiva en lugar de abrirse a la comprensión del otro?
¿Son acaso injustas las acusaciones que se hacen a la hermenéutica de ser
un pensar metafísico, logocéntrico, fonocéntrico y defensor de una
‘metafísica de la presencia’? ¿Por qué Derrida no dice claramente lo que
piensa de la hermenéutica, del lenguaje y de la realidad? ¿Cómo es posible
que la distancia sea tan enorme, cuando el propio Gadamer reconocía que
dentro de la «escena francesa»[vii] era Derrida el que compartía mayor
número de principios con él? Rorty cree que Derrida no parece tener el
menor interés en contrastar ‘su filosofía’ con la de los otros. Así como
tampoco tiene ninguna intención de escribir «una filosofía»[viii].
Es cierto que las diferencias son muchas entre una y otra corriente
filosófica, pero en el fondo parecen más bien diferencias de ‘tono’ -como
apuntaba Philippe Forget-; es decir, estaríamos ante una misma partitura
(la textura de la Destruktion) pero interpretada en distintas escalas
tonales[ix]. Mientras que Gadamer parece esbozar una teoría general
filosófica, Derrida nos presenta una técnica de lectura, una práctica o
una ‘estrategia textual’, pero una estrategia sin finalidad. Se contrapone
una visión optimista de la realidad, en la medida en que siempre es
posible la comprensión, el consenso y el diálogo, a una visión crítica en
la que se rechaza el optimismo dialéctico ilimitado de la hermenéutica.
Por otra parte, se enfrentan dos distintas formas de leer los textos: una,
la deconstrucción, desde la perspectiva genealógica de Nietzsche, la otra
desde la determinación histórica de la tradición. También son dos los
ámbitos dentro de los que se mueve cada una de estas corrientes: la
hermenéutica en el ámbito humanístico e histórico de las ciencias del
espíritu, la deconstrucción en el marco semiológico de estructuras
atemporales y ahistóricas, donde el lenguaje no es un sistema de
identidades sino de diferencias. Como diría Rorty, utilizando una
terminología kuhniana, «el hombre normal ve en el anormal un incapacitado
-alguien más digno de lástima que de censura- y el anormal ve en el normal
a alguien que no ha tenido coraje para salir y que está muerto por dentro
aunque su cuerpo siga viviendo, alguien más digno de ayuda que de
desprecio». Y «este fuego cruzado -sigue diciendo- puede continuar
indefinidamente»[x].
Hay un aspecto, entre otros, que puede resultar insalvable cuando se trata
de reconciliar dos posiciones filosóficas encontradas: se trata de la
tesis gadameriana sobre la universalidad de la hermenéutica. En Gadamer la
universalidad de la hermenéutica se confunde prácticamente con el objetivo
universal del discurso filosófico, pues si la esencia del lenguaje es el
medio en el que se realiza la comprensión, la hermenéutica tiene un
alcance omniabarcante y universal. Este presupuesto hermenéutico ya
provocó hace algunos años una controversia con Habermas, que a su vez
reivindicaba esa universalidad para la crítica de las ideologías[xi]. No
obstante, Gadamer sostiene que esta universalidad no es óbice para
afirmar, en contra de cualquier interpretación neoidealista, que la
comprensión es siempre finita y que el diálogo no tiene límites. Pero
desde el momento en que la hermenéutica se presenta como una ‘filosofía
primera’ y con un alcance universal, y cuando trata de demostrar que «el
tema de la deconstrucción cae, desde luego, dentro del dominio de la
hermenéutica», puesto que «la hermenéutica describe todo el dominio del
entendimiento entre los hombres»[xii], el diálogo entonces parece casi
imposible. Es cierto que el entendimiento mutuo no implica una
coincidencia, puesto que donde existe coincidencia no hace falta, desde
luego, un entendimiento sobre algo. Se busca o se alcanza un consenso
sobre algo determinado cuando no existe una coincidencia sobre ello.
Pero a pesar de las diferencias hay un fondo común que los une, aunque
verdaderamente es casi siempre Gadamer el que busca esos puntos y metas
que puede compartir con el deconstruccionismo. En primer lugar, son
filosofías posthegelianas y postmetafísicas que se sitúan en la estela de
Nietzsche y de Heidegger. En lo esencial son filosofías del lenguaje que
se desarrollan dentro de la tradición del llamado linguistic turn. También
les une la preocupación por el texto, en concreto, por el texto literario
y su interés por los problemas cruciales de la filosofía contemporánea.
Una y otra están comprometidas con los problemas inherentes a la
superación de la metafísica y del saber absoluto y se sitúan, sin mayores
problemas, en el espacio postmetafísico que inaugura el pensamiento
posmoderno. Otro punto de encuentro es la pretensión de ambas de superar
la constricción del método. Para Gadamer la hermenéutica no es un método,
sino más bien un modo de ser del Dasein; para Derrida tampoco la
deconstrucción es un método, sino más bien una estrategia[xiii]; ambas
aspiran a liberarnos de la conceptualidad que impregna la historia de la
metafísica occidental tomando el ‘texto’ como punto de referencia frente a
la pluralidad de posibilidades interpretativas. Manfred Frank señala otros
campos en los que también coinciden hermenéutica y deconstrucción. En
ninguna de las dos posiciones se evoca la idea de lo trascendental con el
fin de legitimar y justificar la vida; por eso los valores tienen su
fundamento en una «interpretación perspectivista infinita». Además, tanto
en la hermenéutica como en la deconstrucción el sujeto epistemológico ya
no es «el señor de su propio ser»[xiv]. Pero lo que realmente les une -y
al mismo tiempo les separa- es sobre todo el fondo común y una misma
paternidad: M. Heidegger. Al fin y al cabo tanto Gadamer como Derrida
tomaron el mismo camino y el mismo punto de partida: la filosofía de
Heidegger, aunque sus interpretaciones generaron posteriormente dos
perspectivas distintas, cuyos resultados fueron dos maneras distintas de
pensar, dos caminos que se separaron por la interferencia de la filosofía
de Nietzsche. Aquí puede estar la clave de la diferencia. Derrida quiere
jugar el juego que Nietzsche le ha enseñado y perderse en un laberinto de
simulacros y huellas, Gadamer por su parte prefiere analizar la ontología
del juego como legado directo del último Heidegger.

Tras las huellas de Heidegger y de Nietzsche
Gadamer se sintió profundamente atraído por el pathos de la ‘Destrucción’
cuando conoció a Heidegger. Para él se convirtió en una ‘necesidad’ que
sintió desde sus primera reflexiones y pensó la destrucción heideggeriana
no como algo que se opone a la hermenéutica, sino más bien como una ‘tarea
hermenéutica’. Ahora bien, si Derrida interpreta la Destruktion como una
‘deconstrucción’, entonces hermenéutica y deconstrucción no parece que
sean procedimientos tan opuestos. Por eso, Gadamer no entiende que Derrida
interprete la deconstrucción como el repudio de la historia de la
racionalidad en la cultura occidental.
Gadamer había seguido el proyecto heideggeriano de «superar la
metafísica», pero trató de llevarlo a cabo dentro de una dimensión
hermenéutica, que por otra parte es coherente con el análisis de la
estructura hermenéutica de la existencia. Heidegger había definido la
comprensión como la forma básica de la orientación mundana del hombre y el
círculo hermenéutico como el modo fundamental de nuestro ser en el mundo.
Además, había puesto en el centro de su ontología del Dasein la
hermenéutica, pero eso no significaba que la hermenéutica de Gadamer tenía
que articularse como una ontología fundamental concebida
trascendentalmente. Él piensa que la forma de superar la historia del
olvido del ser es partir de lo que tenemos, es decir, buscar en la propia
tradición aquello que puede hacer posible su propia superación. Más en
concreto, superarla desde ‘dentro’, sin dejarla de lado. Por otra parte,
Gadamer también estudió en profundidad al último Heidegger, el de la
Kehre, en el que fundamentó la lingüisticidad de la comprensión y desde
donde trató de elaborar una hermenéutica ‘postmetafísica’. Temas como el
arte, la ‘cosa’ (Sache), el lenguaje, son reinterpretados siguiendo el
hilo de una hermenéutica latente que se aprecia en el Heidegger tardío.
Confiesa, sin reparos, que él realmente fue víctima complaciente del poder
violento de los diálogos de Heidegger con los textos filosóficos y
poéticos, pero se veía «incapaz de reconocer que con esto me hubiera
puesto en manos de la metafísica entendida según aquella ontoteología que
el pensamiento de Heidegger trataba de superar y a la cual trataba de
sobreponerse»[xv].
Derrida está en deuda con Heidegger por el punto de partida desde el que
toma la medida a la metafísica de la modernidad, pero va más allá que
Heidegger al cuestionar el fundacionalismo y la base lingüística y
metafísica de su pensamiento. Ya antes había radicalizado la vía de
Husserl y luego tomó como referencia el último Heidegger y, sobre todo, su
interpretación de Nietzsche. A la pregunta por el ‘sentido del ser’
presenta como alternativa la ‘diferencia’ primaria y adopta como
estrategia una ‘hermenéutica de la sospecha’ que encuentra en la
autointerpretación una ‘falsa conciencia’. Derrida, sin embargo, era
consciente de la ambigüedad de Heidegger, pues al limitar el sentido del
ser a la ‘presencia’, quedaba atrapado en las redes de la metafísica y del
logocentrismo. El hijo se revela contra el padre con los mismos
instrumentos y herramientas que el padre le ha dejado, radicalizando las
mismas ideas y objetivos que él ha pensado, pero sin realizarlos
completamente, y sin llevar las conclusiones hasta las últimas
consecuencias. Es así como Derrida apoyándose en el último Heidegger
transforma la Destruktion en deconstrucción.
Para Gadamer la Destruktion es un proceso de interacción crítica con
conceptos, no un ‘lenguaje’. Cuando Heidegger hablaba de que había que
‘destruir’ el concepto de sujeto, el de ousia, el de ser, etc., entendía
la deconstrucción de una ‘conceptualidad’ metafísica como etapa necesaria
para la Gelassenheit[xvi]. Pero Gadamer puntualiza y observa que en
Heidegger el concepto Destruktion no tiene la connotación negativa que
tiene en otros idiomas el término ‘destrucción’. En alemán la palabra para
destrucción es Zerstörung, pero Heidegger, que siempre tuvo especial
cuidado en matizar el significado de las palabras, utiliza Destruktion,
que significa algo así como ‘desmantelamiento’ de algo que está
construido, es decir, volver a los orígenes del pensamiento occidental, a
los presocráticos, para rescatar lo que ha sido olvidado, y de esa forma
reconstruir los fundamentos auténticos de la metafísica.
Trataba, por eso, de reemplazar el uso obsoleto y escolástico del lenguaje
de la metafísica tradicional por un nuevo y vigoroso lenguaje inspirado en
Kierkegaard. Este sería, según Gadamer, el gran mensaje de Heidegger en
sus años de Marburgo[xvii]. En realidad se proponía, como ya lo hiciera
Nietzsche mediante una hermenéutica genealógica de los conceptos,
reconducir las figuras conceptuales fosilizadas y desgastadas como el
metal de una moneda, a sus experiencias originales de pensamiento a fin de
hacerlas de nuevo hablables: destrucción de los conceptos que ya no dicen
nada, que han perdido, como diría Nietzsche, el troquelado y ya no son más
que ‘metal’. Permitir al concepto ser de nuevo hablante en el tejido de un
lenguaje vivo. Y esto, a juicio de Gadamer, es una meta y una tarea
hermenéutica: «los nuevos caminos del pensamiento necesitan nuevas
señalizaciones para convertirse en verdaderos caminos»[xviii]. Se trata de
abrir otra vía al pensamiento para comprender mejor la experiencia actual
de la existencia y del ser.
La preferencia de Derrida por el término francés deconstruction,
confirmada en el Littré, en lugar de ‘destrucción’, asociaba mejor el
sentido lingüístico, gramatical y retórico al fenómeno mecánico de
desmontar las partes de una máquina para llevarla a otra parte. En este
sentido la deconstrucción no tiene tampoco en Derrida ese sentido negativo
aparentemente radical: «Más que destruir era preciso, al mismo tiempo,
comprender cómo se había construido un ‘conjunto’ y, para ello, era
preciso reconstruirlo»[xix]. Hay que desarticular todos los conceptos
filosóficos de la tradición, pero se reafirma la necesidad de recurrir a
ellos. Por eso la deconstrucción tiene como objeto des-sedimentar todo
tipo de estructuras lingüísticas, logocéntricas, fonocéntricas, sociales,
institucionales, políticas, culturales y sobre todo filosóficas.
Pero si el legado de Heidegger es determinante en el desarrollo de las dos
corrientes de pensamiento, en el centro de este debate, como en medio de
una encrucijada, se encuentra Nietzsche. A Gadamer no se le escapa que
para el deconstructivismo Nietzsche representa una figura más radical que
Heidegger respecto a la crítica de la metafísica, a su Destruktion y a su
superación. ¿Se puede decir que el proceso de deconstrucción es el sucesor
legítimo de esa nueva forma de interpretar propuesta por Nietzsche?
Derrida, como la filosofía francesa del momento[xx], vio en las máscaras,
los juegos y simulacros del pensamiento nietzscheano el doble rostro de
Jano que propiciaba un terreno productivo para articular una salida a los
imperativos excesivamente dogmáticos del estructuralismo. Pero lo
sorprendente era que la hermenéutica gadameriana prácticamente soslayase
el papel central que desempeña el tema de la interpretación y comprensión
en el pensamiento de Nietzsche[xxi]. Para la hermenéutica Nietzsche es una
figura central, ya que él estaba convencido de la ambigüedad de la
interpretación, ya que ésta no era a su vez más que una perspectiva, una
máscara.
La explicación a esta diversidad de perspectivas habría que buscarla en
las posiciones que adoptan respecto a la interpretación de Nietzsche por
parte de Heidegger. De sobra es conocida la enorme influencia que ejerció
sobre la filosofía contemporánea dicha interpretación, hasta el punto de
convertirse en un verdadero canon interpretativo. Heidegger partía de los
siguientes presupuestos: en primer lugar, Nietzsche, como todo gran
pensador, tiene un sólo pensamiento; en segundo lugar, no comprenderemos a
Nietzsche mientras no lo entendamos como el fin de la metafisica
occidental, el último pensador subjetivo[xxii]. Dicho pensamiento no ha
superado realmente la culminación de la metafísica; su filosofía sigue
siendo una gran metafísica, situada en la cima más elevada del límite, en
plena ambigüedad esencial.
Derrida se opone frontalmente a la interpretación que Heidegger hace de la
filosofía de Nietzsche. Tratar de interpretar a Nietzsche como lo hace
Heidegger, de forma unitaria, no significa otra cosa que el intérprete
sigue instalado en el logocentrismo de la metafísica. Y es que Heidegger,
a su pesar, no consiguió romper el encantamiento que producía la
metafísica, a pesar de su intento de crear un lenguaje nuevo y una manera
distinta de pensar. Por eso, Derriba no deja de preguntarse si realmente
Heidegger, al interpretar la unidad y unicidad del pensamiento de
Nietzsche, no está ya cayendo en la metafísica, es decir, «si detrás de la
lectura heideggeriana de Nietzsche se aprecian todos los cimientos de una
lectura general de la metafísica occidental»[xxiii]. La unidad es un sueño
de la metafísica y también parece ser el sueño de Heidegger, que al tratar
de salvar a Nietzsche le pierde.
Pero lo curioso de esta interpretación es que Derrida interpreta la
interpretación de Heidegger sobre Nietzsche desde un punto de vista
nietzscheano, en el sentido de que él desenmascara a Heidegger y pone al
descubierto los intereses que guían su interpretación. Para él, lejos de
permanecer Nietzsche en el ámbito de la metafísica, ejerció una
‘escritura’ y una producción de textos como operaciones primordiales. «Él
ha escrito que la escritura -y la primera de todas la suya- no está
originalmente subordinada al logos y a la verdad. Y que esta subordinación
ha venido a ser durante una época el sentido de lo que nosotros debemos
deconstruir»[xxiv]. No es pues extraño que trate de presentar a Nietzsche
como el precursor de la deconstrucción, como aquel que no solamente diluye
el sentido, sino que lo disipa, y que valore en él, no el pensamiento de
la totalidad, que quería Heidegger, sino la multiplicidad de firmas,
identidades y máscaras. Esta universalidad del perspectivismo, del que
Nietzsche ha impregnado a la conciencia filosófica, es como un espolón
(éperon) que «provoca y desazona al hermeneuta»[xxv] que defiende la
universalidad de la búsqueda de la comprensión. Esto explicaría el porqué
Derrida trata de situar la lectura de Nietzsche «fuera del círculo
hermenéutico» y entienda los conceptos radicalizados de Nietzsche en un
sentido completamente no hermenéutico, es decir en un sentido
gramatológico o deconstructivo.
Un ejemplo de esta diversidad de interpretaciones podemos observarla en la
manera en que asumen Gadamer y Derrida la centralidad de la idea de juego.
Mientras que Derrida sigue las huellas de la noción nietzscheana del
juego, Gadamer opta por una dimensión ontológica de claro cuño
heideggeriano. Para la deconstrucción, el juego es «la afirmación gozosa
del juego del mundo y de la inocencia del devenir, la afirmación de un
mundo de signos sin falta, sin verdad, sin origen, que se ofrece a una
interpretación activa»[xxvi]. La deconstrucción es un juego de signos.
Juego infinito de signos. Es explicable que Derrida se sirva de esta idea,
pues Nietzsche había sustituido los conceptos metafísicos de ser, verdad,
etc., por la noción de juego, pues la deconstrucción tiene un alcance
universal: «Lo que la deconstrucción niega es todo; lo que ella afirma, es
nada». De esta forma, se completa la manera en que Gadamer entiende el
juego, pero de un modo radical: en vez de integrar el juego dentro de la
comprensión del significado, o la estética dentro de la hermenéutica,
Éperon presenta el arte como la roca sobre la que se asienta la
hermenéutica intencional[xxvii].
Gadamer, por su parte, sigue el discurso de Heidegger a su manera. Le
convence, sin embargo, el pensamiento unitario con que Heidegger
interpreta la voluntad de poder y el eterno retorno: «a pesar de todas las
violencias a las que Heidegger acostumbraba a someter los textos
filosóficos o poéticos con los que conversaba, en el caso de Nietzsche yo
admitía que el pensamiento unitario con que Heidegger trataba la voluntad
de poder y el eterno retorno me parecía absolutamente convincente y
definitivo»[xxviii]. Por otra parte, sigue a Heidegger también en todo
aquello en que Nietzsche representa la autodisolución de la metafísica, el
tránsito a nueva forma de lenguaje y a otra manera de pensar. Y poco más.
Por eso, Derrida objeta a Gadamer que él no toma a Nietzsche bastante en
serio, es decir, que el fin de la metafísica quiebra lo que desde
Nietzsche hace que toda identidad y continuidad sea ilusoria. Gadamer se
mantendría dentro de esas ‘ilusiones logocéntricas’ de las que tampoco
Heidegger escapa. Para él todo sigue siendo Hegel, y esto quiere decir,
metafísica, pues Nietzsche, según Geoffrey H. Hartman, se puede contemplar
desde dos direcciones, «una es el pasado que comienza con Hegel y que
continúa habitando entre nosotros; y otra es el futuro que comienza con
Nietzsche, que de nuevo mora entre nosotros, porque fue descubierto por el
nuevo pensamiento francés»[xxix]. No obstante, Gadamer sigue viendo en las
posiciones de Nietzsche y de Derrida una contradicción performativa. Ellos
‘leen’ y ‘escriben’ para ser ‘comprendidos’. Uno y otro son injustos con
ellos mismos, cuando insisten sobre la imposibilidad de un entendimiento.

¿Existe el ‘lenguaje de la metafísica’?
Uno de los aspectos más conflictivos en el que se polariza el desencuentro
o malentendido entre deconstrucción y hermenéutica es la sospecha de
Derrida de que en la hermenéutica de Gadamer se habla clara y bellamente
con el ‘lenguaje de la metafísica’. Este es uno de los comodines
estratégicos que utiliza siempre Derrida para guardar también las
distancias con Heidegger. Pero, ¿existe realmente un tal ‘lenguaje de la
metafísica’? ¿Qué significa entonces la amenaza de caer en el lenguaje de
la metafísica, como si dicho lenguaje no fuera también nuestro lenguaje?
Estas son las preguntas que se hace Gadamer[xxx] frente al acoso de
Derrida. Es cierto que Heidegger había ya advertido como un peligro real
el recaer siempre de nuevo en el lenguaje de la metafísica, como si ese
peligro fuese inevitable y casi como algo consustancial. Si Heidegger
detecta el peligro y Derrida quiere convertirse en el único bastión
antimetafísico, Gadamer cree todavía posible «dar un sentido al lenguaje
de la metafísica»[xxxi]. En primer lugar, hay que constatar como un hecho
que es imposible hablar de una forma distinta a como uno piensa y que las
palabras sólo existen en la ‘conversación’, no como palabras sueltas, sino
dentro de un proceso de hablar y responder. En segundo lugar, Gadamer cree
que todo el problema radica en que no se distingue entre lo que es ‘el
lenguaje de la metafísica’ y el problema de la conceptualidad
(Begrifflichkeitk): «lo que yo he aprendido de Heidegger -dice- fue
precisamente qué era la ‘conceptualidad’ y lo que podía significar para el
pensamiento»[xxxii]. Pero el problema sigue estando en que, como decía
Wittgenstein, el pensar conceptual tiene siempre los márgenes sin
definición.
Por lo tanto, cuando Gadamer habla del ‘lenguaje de la metafísica’ se está
refiriendo a que «las lenguas vivas de las actuales comunidades
lingüísticas comportan ciertos caracteres conceptuales que proceden de
este lenguaje originario de la metafísica»[xxxiii]. No se da por lo tanto
un lenguaje de la metafísica, sino la acuñación de términos que se extraen
de la ‘lengua viva’ y luego son pensados de una forma metafísica. La
filosofía que se desarrolló en Grecia tomó sus conceptos de su ‘propia’
lengua, la lengua del diálogo. En este sentido, afirma Gadamer, «el
catálogo conceptual de Aristóteles equivale a un comentario vivo sobre los
conceptos esenciales de su pensamiento»[xxxiv]. Pero cuando se traduce al
latín y se introduce en las lenguas modernas, la conceptualidad griega
sufre una profunda distorsión. Es obvio, por lo tanto, que los conceptos
filosóficos se articulen dentro de una lengua hablada de la que proceden.
«Nuestro destino histórico está en que como hijos de Occidente nos vemos
obligados a hablar el lenguaje del concepto, de tal manera que incluso el
mismo Heidegger, a pesar de sus ensayos poetizantes, creía ver con
Hölderlin pensar y poetizar “sobre las montañas más distantes”»[xxxv].
Ahora bien, la precisión de su significado tiene sus costes: se pierde la
posible polivalencia y riqueza de la palabra; se corre el riesgo de
vaciarla de sentido; poco a poco, como moneda gastada, va perdiendo su
sentido original derivado de una ‘experiencia’ lingüística y toda la
sabiduría oculta del lenguaje. No obstante, a pesar de toda la abstracción
que comporta el concepto metafísico siempre guarda una relación con el
‘campo semántico’ en el que realmente su significado alcanza toda su
plenitud. Y es este proceso de alienación, que genera una cierta
esclerosis lingüística, lo que realmente hay que ‘superar’[xxxvi]. Esto
explica que cuando Heidegger habla del ‘lenguaje de la metafísica’, lo que
parece decir es que las conceptualidades metafísicas son las que han
condicionado el sentido del tiempo, del ser, del arte, etc. Se da por lo
tanto una comunidad de intereses entre Heidegger, Gadamer y Derrida: la
destrucción de los conceptos de la metafísica.
Gadamer cree que Derrida persigue lingüísticamente lo mismo que él, en la
medida en que trata de superar el sentido metafísico que contienen las
palabras en el acto de la écriture, cuyo producto es la ‘huella’. Lo que
sucede es que la crítica de Derrida sobre la recaída de Heidegger en el
‘lenguaje de la metafísica’ y en el logocentrismo estaría mediatizada por
su lectura desde Husserl. Derrida no comprende, según Gadamer, el carácter
misterioso de la palabra y deserta de la riqueza, historicidad y
temporalidad del ‘lenguaje vivo’, y por eso pretende deconstruir la
metafísica europea mediante un pensamiento crítico que le libere de la
tradición filosófica institucionalizada y de la hegemonía universal del
concepto, o en otros términos, quiere escapar del legado de Hegel, o del
sistema estructuralista inaugurado por Saussure.
¿Pero realmente se salva Derrida de aquello que con tanta virulencia
critica? Si él encuentra en el mismo lenguaje del pensamiento de Heidegger
la metafísica que trata de superar ¿no se observa también en el lenguaje
del propio Derrida, cómo su teoría de los signos se cuela en el lenguaje
de la metafísica? ¿No es metafísica «cuando distingue entre los signos
como mundo de signos sensible e inteligible»[xxxvii]? Para librarse del
concepto intencional de signo recurre a la estratagema de la huella
(trace), o traza, porque las huellas son algo que uno siempre deja atrás y
remiten en una dirección para alguien que esté ya en marcha y esté
buscando el camino.
Gadamer, por su parte, para escapar de la metafísica recurre a la
conversación, lo mismo que Heidegger se volvió, por lo mismo, hacia el
lenguaje poético, aunque Gadamer no estuviese de acuerdo con ese
misticismo poético. El camino que propone Gadamer es «el regreso de la
dialéctica al diálogo y de éste a la conversación», mientras que Derrida
plantea la ruptura de la metafísica recurriendo a la écriture como el
camino adecuado para disolver la unidad de sentido. Por eso Gadamer no
entiende, ante la acusación de Derrida de caer en la metafísica, qué tiene
que ver la comprensión y la lectura con la metafísica. Comprender es
siempre comprender a otro. Donde hay comprensión hay identidad de
voluntades. Comprender quiere decir que alguno es capaz de ponerse en el
lugar del otro para decir lo que él ha comprendido y lo que ha de decir.
Sin embargo, Gadamer no cae en la cuenta, como le advertía Habermas, que
la comprensión distorsionada hace que el mutuo acuerdo sea muchas veces
más aparente que real, e incluso puede llegar a ser una forma de
manipulación.
Frente a las distintas acusaciones Gadamer se defiende tratando de aclarar
algunas cuestiones: (1) La sospecha de que la hermenéutica se encuentra
atrapada en las redes de la metafísica no parece ser lo suficientemente
matizada, cuando para la hermenéutica ninguna palabra jamás rehusará
agotar la tensión interna de la propia palabra, la différance entre la
palabra pronunciada y lo que se quiere decir, la tensión entre lo dicho y
lo no-dicho que queda por decir. El signo o la palabra que se oye o se
entiende nunca deberá ser tomada como la presencia última del sentido.
Toda nuestra experiencia lingüística se fundamenta en esa diferencia -en
el sentido de ‘diferir’, différance- que se abre entre la palabra y su
voluntad de sentido. A este respecto, «la prueba de la différance, de la
insatisfacción esencial del orden de los signos, es la más hermenéutica
que existe». (2) La acusación de logocentrismo también le resulta a
Gadamer injusta. Primero, porque el logocentrismo se entiende como una
‘onto-teo-logía’; segundo, porque los modelos hermenéuticos del diálogo y
la conversación no tienen nada que ver con el logocentrismo, tal y como lo
entiende Heidegger. Gadamer rechaza la acusación de haber quedado atrapado
por el logocentrismo de la metafísica griega, cuando opta por la
dialéctica abierta de Platón o cuando se interesa por la reinterpretación
de las ideas especulativas de Aristóteles llevada a cabo por Hegel. (3)
Gran parte de los malentendidos que han surgido en torno a la hermenéutica
tienen su origen en un malentendido sobre lo que es la autocomprensión.
Para Gadamer este término está ligado a la tradición protestante y a la
tradición lingüística de Heidegger, pero no tiene nada que ver con la
autoconciencia. El término sugiere que uno no puede conseguir por sus
propias fuerzas su autocomprensión. Gadamer se pregunta de nuevo, qué
tiene que ver esto con el logocentrismo o la metafísica[xxxviii]
La solución que propone finalmente Gadamer, para que la conceptualidad
metafísica vuelva a tener su verdadero rostro, es el diálogo. La
‘destrucción’ de la metafísica encuentra su realización en el diálogo
socrático, en cuanto que a través de éste se lleva a cabo la auténtica
anámnesis, la rememoración pensante. Contra la convicción de Derrida, la
apertura del Ser que al mismo tiempo se oculta, o la pregunta que
constituye la esencia del diálogo, no sucumben a una metafísica de la
presencia. Mediante el diálogo, y la lógica de la pregunta y respuesta,
Gadamer trata de superar la pesada herencia de la ontología de la
sustancia. En ese binomio de pregunta y respuesta se encuentra la relación
entre lo dicho y lo no-dicho que antecede a toda actividad dialéctica
generadora de oposiciones y de su ‘superación’ en una nueva proposición.
En el diálogo no hay clausura; el diálogo que somos es un diálogo sin fin,
y en él se materializa la universalidad de la hermenéutica: ninguna
palabra es la última ni la primera, ya que toda palabra es ya respuesta y
siempre foco de nuevas preguntas. Por eso Gadamer no comparte el
reduccionismo derridiano al integrar el diálogo ‘vivo’ que se realiza
entre los hombres dentro de la metafísica de la presencia. Habermas
participa también de esta polémica cuando replica a Derrida que su
oposición a la razón comunicativa conlleva una contradicción, ya que él
mismo también apuntaba hacia el consenso. Una racionalidad dialógica
permite asegurar el despliegue libre de la pluralidad de formas de vida y
del derecho a la diferencia tan celebrada por la deconstrucción[xxxix]. No
obstante, para Derrida, el diálogo que propugna Gadamer, siempre abierto,
donde los interlocutores se mueven por la ‘buena voluntad’ es puramente
ilusorio, y pone de relieve esa ‘falsa conciencia’ que distorsiona la
comprensión. Por eso Derrida cree que esa ‘buena voluntad’ que esgrime
Gadamer no es nada más que la vinculación de la hermenéutica a la
filosofía de la subjetividad. Gadamer piensa, por su parte, que la
deconstrucción suprime toda posibilidad de diálogo y de una fusión de
horizontes discursivos, ya que en ella no se produce el reconocimiento del
otro.

Sobre el texto y la escritura: Cómo pensar el texto
Entre Gadamer y Derrida se da también una concepción distinta de lo que es
el texto. Derrida propone un modo de pensar el texto distinto al de la
hermenéutica. La deconstrucción de la metafísica de la presencia tiene
como objetivo primordial dejar que los textos muestren toda su desnudez,
descargándolos de la necesidad de representar. Esa liberación del
significante y de la escritura es paradigmáticamente ejemplarizada en la
deconstrucción de la filosofía de la presencia de Husserl, escogida como
modelo logocéntrico. Pero a su vez, Derrida desea crear un nuevo referente
para la escritura: no el mundo, sino los textos. Los textos comentan otros
textos, pues «no hay nada fuera del texto»; ni siquiera la lectura «puede
legítimamente transgredir el texto hacia otra cosa que él, hacia un
referente (realidad metafísica, histórica, psicobiográfica, etc.) o hacia
un significado fuera del texto»[xl]. En realidad, se trata de ofrecer una
práctica teórica de la lectura del texto. Su actividad fundamental es la
de leer, y no la interpretación como en la hermenéutica. El texto no es lo
interpretado, sino el dominio en el que acontece la interpretación; es el
espacio de la escritura y de la lectura. La escritura es la textualidad
del texto; la escritura es el texto considerado en sus límites; la
escritura es un juego de diferencias.
La tradición logocéntrica consideró la escritura como algo secundario,
tanto en relación al signo como al pensamiento La hermenéutica gadameriana
conserva también la idea tradicional de que todo lo escrito es
‘autoextrañamiento’ del habla; y es mediante la lectura como se llega a
superar de nuevo ese extrañamiento, cuando le otorga una voz a lo leído.
Leer un texto, por lo tanto, significa actualizarlo, hacerlo copartícipe
de nuestro diálogo. La escritura, por lo tanto, presenta el problema
hermenéutico en toda su pureza. Desde esta visión de la escritura, el
sentido hermenéutico de un texto estaría sobre todo en su ‘poder decir’,
en su apertura a las infinitas posibilidades de interpretación que se dan
a lo largo del tiempo histórico, ya que ningún lenguaje hablado puede
cumplir totalmente la norma que un texto representa. Aquí radica la
singularidad del texto, en la medida en que el texto no es un ‘producto
final’, sino un producto meramente intermedio, no es un ‘objeto dado’,
sino una «fase en el proceso de la comprensión»[xli], ya que lo que
interesa realmente a la hermenéutica es la comprensión de lo que el texto
dice. Las cuestiones semióticas y las condiciones que hacen posible la
legibilidad del texto son cuestiones previas. A nadie se le oculta, por lo
tanto, que para Gadamer la escritura no es ‘lenguaje actual’: «el ser que
puede ser comprendido es lenguaje», luego la escritura per se, no es Ser
que puede ser comprendido. Hay un abismo entre el significado que es
determinado por la vía de la operación hermenéutica y la estructura de la
escritura. Sin transformarla en discurso o lenguaje actual la escritura no
proporciona fundamento para la afirmación de Gadamer de la universalidad
de la hermenéutica. «De esta forma -afirma Gadamer- se hace inevitable un
giro hermenéutico, que consiste en ir más allá de lo ‘presente’ [...].
Así, a la écriture le corresponde la lecture. Ambas deben ir juntas. Sin
embargo, ninguna de las dos se llega a realizar jamás en el sentido de una
identidad simple con la palabra misma. Ambas son lo que son únicamente en
la medida en que, permaneciendo en la Differenz, buscan a la vez la
identidad»[xlii].
Gadamer se pregunta entonces ¿qué es la escritura si no se dirige a ser
leída? Está de acuerdo con Derrida en que un texto no depende ya más de su
autor o de su intención. Cuando nosotros leemos algo, no buscamos oír en
nosotros los sonidos familiares de la voz del otro. Yo solamente leo un
texto comprendiéndolo, y esto acontece cuando el texto comienza a hablar,
es decir, cuando es leído con modulaciones apropiadas, articulaciones y
énfasis[xliii]. En este sentido, la lectura de un texto escrito es algo
paradigmático respecto a la dinámica de la conciencia de la historia
efectual, dentro de la cual tiene lugar la comprensión de cualquier obra
escrita. Ahora bien, lo que estas obras dicen al interprete, no hacen
valer las ‘verdaderas intenciones’ de los productores de las obras, ni una
verdad que estaría fuera de la historia. Sin embargo, Derrida piensa que
lo que verdaderamente importa cuando leemos un texto es instalarnos en la
estructura heterogénea del texto y descubrir en su interior tensiones o
contradicciones, de manera que al mismo tiempo que se lea se deconstruya.
Es una actividad sobre el texto e interviene «desde el interior del propio
texto, extrayendo de la antigua estructura todos los recursos estratégicos
y económicos de la subversión»[xliv]. Lo que realmente importa a Derrida
es el «acto de escribir» o mejor dicho la ‘experiencia de escribir’: dejar
una huella o traza que prescinda del presente de su inscripción
originaria, de su autor, pues con el concepto de ‘huella’ Derrida se está
liberando de la restricción que conlleva el concepto intencional de
‘signo’ y de toda metafísica de la presencia, pues la huella sustituye a
una presencia que nunca ha estado presente. Ahora bien, reconducir el
lenguaje a una escritura inmemorial e irrebasable significa para Gadamer
amputar el valor del logos.

Después de este pequeño esbozo sobre la confrontación de la Hermenéutica
con la Deconstrucción, algunos pensarán que es una lástima que estas dos
corrientes no hayan llegado a un ‘entendimiento’. Tal vez sea necesario
ese enfrentamiento productivo y crítico, capaz de delimitar las posiciones
tanto de la hermenéutica como de la deconstrucción y, al mismo tiempo,
caer en la cuenta de que es difícil entender que corrientes de pensamiento
diversas puedan existir una al lado de otra sin ‘tocarse’. Gadamer puede
tener razón cuando sostiene que la filosofía nunca podrá desentenderse por
completo de su proveniencia histórica: la metafísica occidental. Y de ésta
también es consciente el propio Derrida cuando afirma que hay que
deconstruir la razón desde la razón. Por eso Heidegger, cuando planteó el
problema de la superación de la metafísica, no utilizó el término fuerte
Ueberwindung, sino otra palabra que designa de una forma más débil, es
decir, la superación en el sentido de ‘sobreponerse’ (Verwindung): aquello
a lo que nos sobreponemos, no queda simplemente tras nosotros, sino que
deja su ‘huella’; nos quedamos con la metafisica aunque nos hayamos
‘sobrepuesto’ a ella. Es por eso, por lo que Gadamer se pregunta si no es
la crítica al logocentrismo ella misma logocentrismo y si los trabajos de
Derrida son particularmente difíciles de comprender, es porque él se
aplica a sí mismo la estrategia de desmantelar toda posible construcción,
porque si Derrida tratase de mantener una ‘coherencia’ o una lógica en sus
trabajos, se podría pensar que está de nuevo cayendo en el pensar
metafísico[xlv]. Y es sobre este ámbito sobre el que se podría establecer
un terreno común, a pesar de lo ‘improbable’ que pueda parecer un
entendimiento. Tanto Gadamer, como un nuevo Sócrates, o Derrida, como un
nuevo Gorgias, permanecen a la sombra de los grandes edificios
sistemáticos de la metafísica. Nietzsche quedó ‘atrapado en las redes del
lenguaje’ de la metafísica, a Heidegger le ‘faltó el lenguaje’ (Sprachnot)
para pensar el Ser; Gadamer y Derrida, cada uno a su modo, se enfrentan a
la conceptualidad de la metafísica. Uno dejando que el texto hable, el
otro jugando al juego de eludir lo ineludible. Y siempre de nuevo aparece
el lenguaje como el gran problema de todo pensamiento radical.
Es cierto que en todo pensamiento crítico siempre se concitan
presuposiciones metafísicas, ya que, aunque sea para criticar la tradición
metafísica, sólo disponemos de un lenguaje, nuestro lenguaje que pertenece
a la metafísica porque sobre él se funda. Poco sentido tiene prescindir de
los conceptos de la metafísica para hacer que se tambaleen sus propias
estructuras. El propio Derrida percibe también el problema cuando afirma
que «no disponemos de ningún lenguaje -de ninguna sintaxis y de ningún
léxico- que sea ajeno a esta historia; no podemos enunciar ninguna
proposición destructiva que no haya tenido que deslizarse en la forma, en
la lógica y los postulados implícitos de aquello mismo que aquella querría
cuestionar»[xlvi]. Es difícil escapar a cualquier intento de ruptura o
‘discontinuidad’ drástica, puesto que toda operación epistemológica que
pretenda un corte radical se inscribe siempre en el viejo tejido que una y
otra vez habrá que ir destejiendo en una acción casi infinita. No es
posible, por tanto, «renunciar a esa complicidad de la metafísica sin
renunciar al mismo tiempo al trabajo crítico que dirigimos contra
ella»[xlvii]. El crítico, consciente o inconscientemente, acoge siempre en
su discurso las premisas de la metafísica en el momento mismo en que la
denuncia. Por eso, Gadamer viene a insinuar una y otra vez a Derrida, con
una cierta ironía, que su discurso, sin pretenderlo, sigue siendo también
un discurso metafísico y, por lo tanto, logocéntrico, ya que él tampoco
deja de habitar las estructuras de la propia metafísica. El éxito de la
estrategia de Gadamer parece ser, entonces, el de iluminar una ausencia,
una fractura del continuum; pero además, sigue creyendo que es imposible
hablar de una forma distinta a como uno piensa. El hecho de que Derrida
ponga al descubierto mediante la estrategia de la deconstrucción las
fisuras y rupturas del edificio conceptual implica en cierta manera que
sigue pensando dentro de la metafísica.
Además de este problema, presente tanto en la hermenéutica como en la
deconstrucción, hay otra cuestión que suscita no poco recelo en Derrida.
Se trata de la pretensión de universalidad de la hermenéutica de Gadamer.
Para éste es fácil argumentar, desde su posición omniabarcante y
globalizadora, que el decontruccionismo debería quedar fagocitado por la
propia hermenéutica. Dallmayr[xlviii], que siguió de cerca la polémica,
destaca también las implicaciones político-culturales para la comprensión
de la ‘globalización’ de la cultura, la comunicación política y la
interacción entre las naciones. La hermenéutica de Gadamer, por una parte,
nos invita a la comprensión de las culturas ajenas, pero el peligro se da
cuando la mentalidad del que comprende trata de absorber e imponer a los
otros su mentalidad occidental. La deconstrucción, por su parte, quiere
‘dislocar’ la confortable autoidentidad del indagador. No obstante,
Gadamer seguirá insistiendo que con esta discusión «se le está planteando
una nueva tarea al pensar, que requiere una nueva comprensión»[xlix]. Es
posible que uno y otro se necesiten. Como dice Rorty poéticamente: «la vid
dialéctica no podría engendrar racimos de haber un edificio en cuyas
grietas pueda fructificar. Sin destructores no hay constructores. Sin
normas, no hay excepciones. Derrida (al igual que Heidegger) no habría
tenido nada que escribir de no haber una ‘metafísica de la presencia’ a
superar»[l].