JACQUES DERRIDA, La Différance

La Différance
JACQUES DERRIDA
Conferencia pronunciada en la Sociedad Francesa de Filosofía, el 27 de
enero de 1968, publicada simultáneamente en el Bulletin de la Societé
française de philosophie (julio-septiembre, 1968) y en Theorie d’ensenble
(col. Quel, Ed. de Seuil, 1968); en DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía,
traducción de Carmen González Marín, Cátedra, Madrid, 31998

Hablaré, pues, de un letra.
De la primera, si hay que creer al alfabeto y a la mayor parte de las
especulaciones que se han aventurado al respecto. Hablaré, pues, de la
letra a, de esta primera letra que ha podido parecer necesario introducir,
aquí o allá, en la escritura de la palabra différance*; y ello en el curso
de una escritura sobre la escritura, de una escritura en la escritura y
cuyos diferentes trayectos se encuentran, pues, pasando, en ciertos puntos
muy determinados, por una suerte de gran falta de ortografía, por esa
falta de ortodoxia que rige una escritura, una falta contra la ley que
rige lo escrito y el continente en su decencia. Esta falta de ortografía,
siempre puede ser borrada o reducida, de hecho y de derecho, y encontrarla
según los casos que se analizan cada vez, pero que aquí vienen a ser lo
mismo, grave, indecorosa, incluso en la hipótesis de la mayor ingenuidad,
divertida. Aunque se trata de pasar en silencio tal infracción, el interés
que en ello se pone se deja reconocer de antemano, asignar, como prescrito
por la ironía muda, inaudible de esta permutación de letras, siempre podrá
hacerse como si esto no señalara ninguna diferencia. Mi propósito de hoy,
debo decir desde ahora, se dirigirá menos a pensar en justificar esta
falta silenciosa de ortografía, menos todavía a excusarla, que a agravar
el juego con una cierta insistencia.
A cambio, se me deberá excusar si me refiero, al menos implícitamente, a
tal o cual texto que me he arriesgado a publicar. Es que yo querría
precisamente intentar, en una cierta medida, y por más que esto sea en
principio y al fin por razones esenciales de derecho, imposible, unir en
un haz las diferentes direcciones en las que he podido utilizar o mejor me
he dejado imponer en su neografismo por lo que provisionalmente llamaré la
palabra o el concepto de différance y que no es, ya lo veremos,
literalmente, ni una palabra ni un concepto. Me atengo a la palabra haz-
por dos razones: por una parte no se tratará, cosa que también habría
podido hacer, de describir una historia, de contar las etapas, texto a
texto, contexto a contexto, mostrando cada vez qué economía ha podido
imponer este desarreglo gráfico, sino más bien del sistema general de esta
economía. Por otra parte, la palabra haz parece más propia para poner de
manifiesto que la agrupación propuesta tiene la estructura de una
intricación, de un tejido, de un cruce que dejará partir de nuevo los
diferentes hilos y las distintas líneas de sentido -o de fuerza- igual que
estará lista para anudar otras.
Recuerdo, pues, de una manera completamente preliminar, que esta discreta
intervención gráfica, que no se ha hecho en principio ni simplemente por
el escándalo del lector o del gramático, ha sido calculada en el proceso
escrito de una interrogación sobre la escritura. Ahora bien, se da el
caso, diría en realidad, de que esta diferencia gráfica (la a en el lugar
de la e), esta diferencia señalada entre dos notaciones aparentemente
vocales, entre dos vocales, es puramente gráfica; se escribe o se lee,
pero no se oye. No se puede oír, y veremos también en qué sentido
sobrepasa el orden del entendimiento. Se propone por una marca muda, un
monumento tácito, yo diría incluso por una pirámide, que piensa así no
sólo en la forma de la letra cuando se imprime en capital o en mayúscula,
sino también en ese texto de la Enciclopedia de Hegel en el que el cuerpo
del signo se compara a la pirámide egipcia. La a de la différance, pues,
no se oye, permanece silenciosa, secreta y discreta como una tumba:
oikevis. Señalaremos así por anticipación este lugar, residencia familiar
y tumba de lo propio donde se produce en diferencia la economía de la
muerte. Esta piedra no está lejos, siempre que se sepa descifrar la
leyenda, de señalar la muerte del dinasta.
Una tumba que no se puede ni siquiera hacer resonar. En efecto, yo no
puedo hacerles saber por mi discurso, por mi palabra proferida en este
momento ante la Sociedad Francesa de Filosofía, de qué diferencia hablo en
el momento en que hablo. No puedo hablar de esta diferencia gráfica sino
sosteniendo un discurso muy desviado sobre una escritura y a condición de
precisar, cada vez, que me refiero a la diferencia con una e o a la
diferancia con una a. Lo cual no va a simplificar las cosas hoy y nos dará
muchos problemas a ustedes y a mí si al menos queremos entendernos. De
todas formas, las precisiones orales que haré, cuando diga «con e», o «con
a» se referirán a un texto escrito, que vigila mi discurso, a un texto que
tengo delante, que leeré y hacia el cual será preciso que intente conducir
sus manos y sus ojos. No podemos evitar pasar por un texto escrito,
ordenarnos sobre el desarreglo que se produce en él, y esto es lo que me
importa antes que nada.
Sin duda este silencio piramidal de la diferencia gráfica entre la e y la
a no puede funcionar sino en el interior del sistema de la escritura
fonética, y en el interior de una lengua o de una gramática históricamente
ligada a la escritura fonética así como a toda la cultura que le es
inseparable. Pero diré que ello mismo -este silencio que funciona en el
interior solamente de una escritura llamada fonética- señala o recuerda de
manera muy oportuna que, contrariamente a un enorme prejuicio, no hay
escritura fonética. No hay una escritura pura y rigurosamente fonética. La
escritura llamada fonética no puede en principio y de derecho, y no sólo
por una insuficiencia empírica o técnica, funcionar, si no es admitiendo
en ella misma ‘signos’ no fonéticos (puntuación, espacios etc.) de los que
se dará cuenta enseguida, al examinar la estructura y la necesidad, que
toleran muy mal el concepto de signo. Mejor, el juego de la diferencia del
que Saussure sólo ha recordado que es la condición de posibilidad y de
funcionamiento de todo signo, este juego es en sí mismo silencioso. Es
inaudible la diferencia entre dos fonemas, lo único que les permite ser y
operar como tales. Lo inaudible abre a la interpretación los dos fonemas
presentes, tal como se presentan. Si no hay, pues, una escritura puramente
fonética, es que no hay phoné puramente fonética. La diferencia que hace
separarse los fonemas y hace que se oigan, en todos los sentidos de esta
palabra, permanece inaudible.
Se objetará que por las mismas razones, la diferencia gráfica se sumerge
también en la noche, nunca es plenamente un término sensible, sino que
alarga una relación invisible, el trazo de una relación no aparente entre
dos espectáculos sin duda. Pero que, desde ese punto de vista, la
diferencia marcada en la ‘diferencia’ entre la e y la a se desnuda a la
vista y al oído, sugiere quizá felizmente que es preciso dejarse ir aquí a
un orden que ya no pertenece a la sensibilidad. Pero no pertenece más a la
inteligibilidad, a una idealidad que no está fortuitamente afiliada a la
objetividad del theorein o del entendimiento. Es preciso dejarse llevar
aquí a un orden, pues, que resista a la oposición, fundadora de la
filosofía, entre lo sensible y lo inteligible. El orden que resiste a esta
oposición, y la resiste porque la lleva (en sí), se anuncia en un
movimiento de diferencia (con una a) entre dos diferencias o entre dos
letras, diferencia que no pertenece ni a la voz ni a la escritura en el
sentido ordinario y que se tiende, como el espacio extraño que nos reunirá
aquí durante una hora, entre palabra y escritura, más allá también de la
familiaridad tranquila que nos liga a la una y a la otra, a veces en la
ilusión de que son dos.
¿Cómo me las voy a arreglar para hablar de la a de la diferencia? Está
claro que esto no puede ser expuesto. Nunca se puede exponer más que lo
que en un momento determinado puede hacerse presente, manifiesto, lo que
se puede mostrar, presentarse como algo presente, algo presente en su
verdad, la verdad de un presente, o la presencia del presente. Ahora bien,
si la diferencia es (pongo el «es» bajo una tachadura) lo que hace posible
la presentación del presente, ella no se presenta nunca como tal. Nunca se
hace presente. A nadie. Reservándose y no exponiéndose, excede en este
punto preciso y de manera regulada el orden de la verdad, sin disimularse,
sin embargo, como cualquier cosa, como un ser misterioso, en lo oculto de
un no-saber o en un agujero cuyos bordes son determinables (por ejemplo,
en una topología de la castración). En toda exposición estaría expuesta a
desaparecer como desaparición, correría el riesgo de aparecer: de
desaparecer.
Sin embargo, los rodeos, los periodos, la sintaxis a la que a menudo
deberé recurrir se parecerán, a veces hasta confundirse con ellos, a los
de la teología negativa. Ya se ha hecho necesario señalar que la
diferencia no es, no existe, no es un ser presente (on), cualquier que
éste sea; y se nos llevara a señalar también todo lo que no es, es decir,
todo; y en consecuencia que no tiene ni existencia ni esencia. No depende
de ninguna categoría de ser alguno presente o ausente. Y sin embargo, lo
que se señala así de la diferencia no es teológico, ni siquiera del orden
más negativo de la teología negativa, que siempre se ha ocupado de librar,
como es sabido, una superesencialidad más allá de las categorías finitas
de la esencia y de la existencia, es decir, de la presencia, y siempre de
recordar que si a Dios le es negado el predicado de existencia, es para
reconocerle un modo de ser superior, inconcebible, inefable. No se trata
aquí de un movimiento así, y ello se confirmará progresivamente. La
diferencia es no sólo irreductible a toda reapropiación ontológica o
teológica -ontoteología-,sino que, incluso abriendo el espacio en el que
la ontoteología -la fisolofía- produce su sistema y su historia, la
comprende, la inscribe, y la excede sin retorno.
Por la misma razón, no sabré por dónde comenzar a trazar el haz o el
gráfico de la diferencia. Puesto que lo que se pone precisamente en tela
de juicio, es el requerimiento de un comienzo de derecho, de un punto de
partida absoluto, de una responsabilidad de principio. La problemática de
la escritura se abre con la puesta en tela de juicio del valor de arkhé.
Lo que yo propondré aquí no se desarrollará, pues, simplemente como un
discurso filosófico, que opera desde un principio, unos postulados,
axiomas o definiciones y se desplaza siguiendo la linealidad discursiva de
un orden de razones. Todo en el trazado de la diferencia es estratégico y
aventurado. Estratégico porque ninguna verdad transcendente y presente
fuera del campo de la escritura puede gobernar teológicamente la totalidad
del campo. Aventurado porque esta estrategia no es una simple estrategia
en el sentido en que se dice que la estrategia orienta la táctica desde un
objetivo final, un telos o el tema de una dominación, de una maestría, y
de una reapropiación última del movimiento o del campo. Estrategia
finalmente sin finalidad, se la podría llamar táctica ciega, empírica, si
el valor de empirismo no tomara en sí mismo todo su sentido de su
oposición a la responsabilidad filosófica. Si hay un cierto vagabundeo en
el trazado de la diferencia, ésta no sigue la línea del discurso
filosófico-lógico más que la de su contrario simétrico y solidario, el
discurso empírico-lógico. El concepto de juego está más allá de esta
oposición, anuncia en vísperas y más allá de la filosofía, la unidad del
azar y de la necesidad en un cálculo sin fin. También, por decisión y
regla de juego, si así lo quieren ustedes, haciendo volver esta charla
sobre sí misma, nos introduciremos en el pensamiento de la diferencia por
el tema de la estrategia o de la estratagema. Con esta justificación,
solamente estratégica, quiero subrayar que lo eficaz de esta temática de
la diferencia puede muy bien, deberá ser relevado un día, prestarse él
mismo, si no ya a su reemplazo, al menos a su encadenamiento en una cadena
que en verdad no habrá gobernado nunca. Por lo que, una vez más, no es
teológica.
Diré pues en principio que la diferencia, que no es ni un palabra ni un
concepto, me ha parecido estratégicamente lo más propio para ser pensado,
si no para ser dominado -siendo el pensamiento quizá aquí lo que hay en
una cierta relación necesaria con los límites estructurales del dominio-
lo más irreductible de nuestra «época». Parto, pues, estratégicamente, del
lugar y del tiempo en que «nosotros» estamos, aunque mi overtura no sea en
última instancia justificable y siempre sea a partir de la diferencia y de
su «historia» como podemos pretender saber quiénes y dónde estamos
«nosotros», y lo que podrían ser los límites de una «época».
Aunque diferencia no sea ni una palabra ni un concepto, tratemos no
obstante de hacer un análisis semántico fácil y aproximativo que nos
llevará a la vista del juego.
Sabido es que el verbo «diferir» (verbo latino differre) tiene dos
sentidos que parecen muy distintos; son objeto, por ejemplo en el Littré,
de dos artículos separados. En este sentido el differre latino no es la
traducción simple del diapherein griego y ello no dejará de tener
consecuencias para nosotros, que vinculamos esta charla a una lengua
particular y una lengua que pasa por ser menos filosófica, menos
originariamente filosófica que la otra. Pues la distribución del sentido
en el griego no comporta uno de los dos motivos del differre latino a
saber, la acción de dejar para más tarde, de tomar en cuenta, de tomar en
cuenta el tiempo y las fuerzas en una operación que implica un cálculo
económico, un rodeo, una demora, un retraso, una reserva, una
representación, conceptos todos que yo resumiría aquí en una palabra de la
que nunca me he servido, pero que se podría inscribir en esta cadena: la
temporización. Diferir en este sentido es temporizar, es recurrir,
consciente o inconscientemente a la mediación temporal y temporizadora de
un rodeo que suspende el cumplimiento o la satisfacción del «deseo» o de
la «voluntad», efectuándolo también en un modo que anula o templa el
efecto. Y veremos -más tarde- que esta temporización es también
temporización y espaciamiento, hacerse tiempo del espacio, y hacerse
espacio del tiempo, «constitución originaria» del tiempo y del espacio,
diría la metafísica o la fenomenología transcendental en el lenguaje que
aquí se critica y desplaza.
El otro sentido de diferir es el más común y el más identificable: no ser
idéntico, ser otro, discernible, etc. Tratándose de diferen(te)/(cia)s*,
palabra que se puede escribir como se quiera, con una t o una d final, ya
sea cuestión de alteridad de desemejanza o de alteridad de alergia y de
polémica, es preciso que entre los elementos otros se produzca,
activamente, dinámicamente, y con una cierta perseverancia en la
repetición, intervalo, distancia, espaciamiento.
Ahora bien, la palabra diferencia (con e) nunca ha pedido remitir así a
diferir como temporización ni a lo diferente como polemos. Es esta pérdida
de sentido lo que debería compensar -económicamente- la palabra diferancia
(con a). Ésta puede remitir a la vez a toda la configuración de sus
significaciones, es inmediatamente e irreductiblemente polisémica y ello
no será indiferente a la economía del discurso que trato de sostener.
Remite no sólo, por supuesto como toda significación, a ser sostenida por
un discurso o un contexto interpretativo, sino también ya en alguna manera
por sí misma, o al menos más fácilmente por sí misma que cualquier otra
palabra, viniendo la a inmediatamente del participio presente (difiriendo)
y aproximándonos a la acción en curso del diferir, antes incluso que haya
producido un efecto constituido en diferente o en diferencia (con e). En
una conceptualidad y con exigencias clásicas, se diría que «diferencia»
designa la causalidad constituyente, productiva y originaria, el proceso
de ruptura y de división cuyos diferentes o diferencias serían productos o
efectos constituidos. Pero aproximándonos al núcleo infinitivo y activo
del diferir, «diferencia» (con a) neutraliza lo que denota el infinitivo
como simplemente activo, lo mismo que mouvance no significa en nuestra
lengua el simple hecho de mover, de moverse o de ser movido. La resonancia
no es en mayor medida el acto de resonar. Hay que meditar, en el uso de
nuestra lengua, que la terminación en ancia permanece indecisa entre lo
activo y lo pasivo. Y veremos por qué lo que se deja designar como
diferancia no es simplemente activo ni simplemente pasivo, y anuncia o
recuerda más bien algo como la voz media, dice una operación que no es una
operación, que no se deja pensar ni como pasión ni como acción de un
sujeto sobre un objeto, ni a partir de un agente ni a partir de un
paciente, ni a partir ni a la vista de cualquiera de estos términos. Ahora
bien, la voz media, una cierta intransitividad, es quizá lo que la
filosofía, constituyéndose en esta represión, ha comenzado por distribuir
en voz activa y voz pasiva.
Diferancia como temporización, diferancia como espaciamiento. ¿Cómo se
conjugan? Partamos, puesto que ya estamos instalados en ella, de la
problemática del signo y de la escritura. El signo, se suele decir, se
pone en lugar de la cosa misma, de la cosa presente, «cosa» vale aquí
tanto por el sentido como por el referente. El signo representa lo
presente en su ausencia. Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o
mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente
no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o
damos un signo. Hacemos signo. El signo sería, pues, la presencia
diferida. Bien se trate de signo verbal o escrito, de signo monetario, de
delegación electoral y de representación política, la circulación de los
signos difiere el momento en el que podríamos encontrarnos con la cosa
misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla, tocarla, verla, tener
la intuición presente. Lo que yo describo aquí para definir, en la
banalidad de sus trazos, la significación como diferencia de
temporización, es la estructura clásicamente determinada del signo:
presupone que el signo, difiriendo la presencia, sólo es pensable a partir
de la presencia que difiere y a la vista de la presencia diferida que
pretende reapropiarse. Siguiendo esta semiología clásica, la sustitución
del signo por la cosa misma es a la vez segunda y provisional: segunda
desde una presencia original y perdida de la que el signo vendría a
derivar; provisional con respecto a esta presencia final y ausente en
vista de la cual el signo sería un movimiento de mediación.
Al tratar de poner en tela de juicio este carácter de secundariedad
provisional del sustituto, sin duda veríamos anunciarse algo como una
diferencia originaria, pero no se podrá siquiera llamarla originaria o
final, en la medida en que los valores de origen, de arkhé, de telos, de
ekhatos etc., siempre han denotado la presencia-ousia, parousia, etc.
Cuestionar el carácter secundario y provisional del signo, oponerle una
diferencia «originaria», tendría, pues, como consecuencias:
1. que ya no se podría comprender la diferencia bajo el concepto de
«signo» que siempre ha querido decir representación de una presencia y se
ha constituido en un sistema (pensamiento o lengua) regulado a partir y a
la vista de la presencia;
2. que se pone así en tela de juicio la autoridad de la presencia o de su
simple contrario simétrico, la ausencia o la falta. Se interroga así el
límite que siempre nos ha constreñido, que todavía nos constriñe a
nosotros, los hablantes de una lengua y de un sistema de pensamiento -a
formar el sentido del ser en general como presencia o ausencia, en las
categorías del ser y de la entidad (ousia). Se ve ya que el tipo de
pregunta al que de este modo hemos sido reconducidos es, digamos, el tipo
heideggeriano, y la diferencia parece conducirnos a la diferencia
óntico-ontológica. Se me permitirá que posponga esta referencia. Señalaré
solamente que entre la diferencia como temporización-temporalización, que
ya no se puede pensar en el horizonte del presente, y lo que dice
Heidegger en El ser y el tiempo de la temporalización como horizonte
transcendental de la cuestión del ser, que es preciso liberar de la
dominación tradicional y metafísica por el presente o el ahora, la
comunicación es estrecha, incluso si no es exhaustiva e irreductiblemente
necesaria.
Pero primero quedémonos en la problemática semiológica para ver conjugadas
allí la diferancia como temporización y la diferancia como espaciamiento.
La mayoría de las investigaciones semiológicas o lingüísticas que hoy
dominan el campo del pensamiento, sea por sus propios resultados, sea por
la función de modelo regulador que ven reconocer por todas partes,
conducen genealógicamente a Saussure, errada o acertadamente, como al
común instaurador. Ahora bien, Saussure es inicialmente quien ha situado
lo arbitrario del signo y el carácter diferencial del signo en el
principio de la semiología general, singularmente de la lingüística. Y los
dos motivos -arbitrario y diferencial- son a sus ojos, es sabido,
inseparables. No puede haber algo arbitrario si no es porque el sistema de
los signos está constituido por diferencias, no por la totalidad de los
términos. Los elementos de la significación funcionan no por la fuerza
compacta de núcleo, sino por la red de las oposiciones que los distinguen
y los relacionan unos a otros. «Arbitrario y diferencial», dice Saussure,
«son dos cualidades correlativas».
Ahora bien, este principio de la diferencia, como condición de la
significación, afecta a la totalidad del signo, es decir, a la vez a la
cara del significado y a la cara del significante. La cara del significado
es el concepto, el sentido ideal; y el significante es lo que Saussure
llama la «imagen», «huella psíquica» de un fenómeno material, físico, por
ejemplo acústico. No vamos a entrar aquí en todos los problemas que
plantean estas definiciones. Citemos solamente a Saussure en el punto que
nos interesa: «Si la parte conceptual del valor está constituida
únicamente por relaciones y diferencias con los otros términos de la
lengua se puede decir lo mismo de la parte material...» Todo lo que
precede viene a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Aun
más, una diferencia supone en general términos positivos entre los que se
establece: pero en la lengua no hay más que diferencias sin términos
positivos. Ya tomemos el significado o el significante, la lengua no
comporta ni ideas ni sonidos que preexistan al sistema lingüístico, sino
solamente diferencias conceptuales o diferencias fónicas resultados de
este sistema. «Lo que hay de idea o de materia fónica en un signo importa
menos que lo que hay a su alrededor en los otros signos.»
Extraeremos como primera consecuencia que el concepto significado no está
nunca presente en sí mismo, en una presencia suficiente que no conduciría
más que a sí misma. Todo concepto está por derecho y esencialmente
inscrito en una cadena o en un sistema en el interior del cual remite al
otro, a los otros conceptos, por un juego sistemático de diferencias. Un
juego tal, la diferancia, ya no es entonces simplemente un concepto, sino
la posibilidad de la conceptualidad, del proceso y del sistema
conceptuales en general. Por la misma razón, la diferancia, que no es un
concepto, no es una mera palabra, es decir, lo que se representa como una
unidad tranquila y presente, autorreferente, de un concepto y una fonía.
Veremos más adelante lo que es una palabra en general.
La diferencia de la que habla Saussure no es en sí misma ni un concepto ni
una palabra entre otras. Se puede decir esto a fortiori de la diferancia.
Y así se nos conduce a explicitar la relación que une la una y la otra.
En una lengua, en el sistema de la lengua, no hay más que diferencias. Una
operación taxonómica puede siempre proporcionar el inventario sistemático,
estadístico y clasificatorio. Pero, por una parte, estas diferencias
actúan: en la lengua, en el habla también y en el intercambio entre lengua
y habla. Por otra parte, estas diferencias son en sí mismas efectos. No
han caído del cielo ya listas; no están más inscritas en un topos noetos
que prescritas en la cera del cerebro. Si la palabra «historia» no
comportara en sí misma el motivo de una represión final de la diferencia,
se podría decir que únicamente las diferencias pueden ser de entrada y
totalmente «históricas».
Lo que se escribe como «diferancia» será así el movimiento de juego que
«produce», por lo que no es simplemente una actividad, estas diferencias,
estos efectos de diferencia. Esto no quiere decir que la diferancia que
produce las diferencias esté antes que ellas en un presente simple y en sí
mismo inmodificado, in-diferente. La diferancia es el «origen» no-pleno,
no-simple, el origen estructurado y diferente (de diferir) de las
diferencias. El nombre de «origen», pues, ya no le conviene.
Puesto que la lengua, de la que Saussure dice que es una clasificación, no
ha caído del cielo, las diferencias se han producido, son efectos
producidos, pero efectos que no tienen como causa un sujeto o una
sustancia, una cosa en general, un ente presente en alguna parte y que
escapa al juego de la diferancia. Si hubiera implicada una tal presencia,
de la forma más clásica del mundo, en el concepto de causa en general,
sería pues necesario hablar de efecto sin causa, lo que enseguida
conduciría a no hablar más de efecto. La salida fuera del cierre de este
esquema, he tratado de indicar su objetivo a través de la «marca», que ya
no es un efecto que no tiene una causa, sino que no puede bastarse a sí
misma, fuera de texto, para operar la transgresión necesaria.
Como no hay presencia antes de la diferencia semiológica y fuera de ella,
se puede extender al signo en general lo que Saussure escribe de la
lengua: «La lengua es necesaria para que el habla sea inteligible, y
produzca todos sus efectos; pero ésta es necesaria para que la lengua se
establezca; históricamente, el acto de habla la precede siempre.»
Reteniendo al menos el esquema, si no ya el sentido de la exigencia
formulada por Saussure, designaremos como diferancia el movimiento según
el cual la lengua, o todo código, todo sistema de repeticiones en general
se constituye «históricamente» como entramado de diferencias. «Se
constituye», «se produce», «se crea», «movimiento», «históricamente»,
etc., se deben entender más allá de la lengua metafísica en la que se han
trazado con todas sus implicaciones. Sería necesario mostrar por qué los
conceptos de producción, como los de constitución y de historia, son desde
este punto de vista cómplices del que aquí ponemos en cuestión, pero esto
me llevaría hoy demasiado lejos -hacia la teoría de la representación del
«círculo» en el cual parece que estamos encerrados nosotros mismos- y yo
no los uso aquí, como muchos otros conceptos, sino por comodidad
estratégica y para iniciar la deconstrucción de su sistema en el punto
actualmente más decisivo. Se habrá en todo caso comprendido, por el
círculo mismo en que parecemos inscritos, que la diferancia, tal como se
escribe aquí, no es más estática que genética, no es más estructural que
histórica. O no menos, y es no leer, no leer sobre todo lo que aquí falta
a la ética ortográfica, querer objetarla a partir de la más vieja de las
oposiciones metafísicas, por ejemplo oponiéndole algún punto de vista
generativo a un punto de vista estructuralista-taxonomista, o a la
inversa. En cuanto a la diferancia, lo que sin duda hace el pensamiento
incómodo y el confort poco seguro, estas oposiciones no tienen la más
mínima pertinencia.
Si consideramos ahora la cadena en la que la «diferancia» se deja someter
a un cierto número de substituciones no sinonímicas, según la necesidad
del contexto, por qué recurrir a la «reserva», a la «archiescritura», al
«archirrastro», al «espaciamiento», incluso al «suplemento», o al
pharmakon, pronto al himen, al margen-marca-marcha, etc.
Recomencemos. La diferancia es lo que hace, que el movimiento de la
significación no sea posible más que si cada elemento llamado «presente»,
que aparece en la escena de la presencia, se relaciona con otra cosa,
guardando en sí la marca del elemento pasado y dejándose ya hundir por la
marca de su relación con el elemento futuro, no relacionándose la marca
menos con lo que se llama el futuro que con lo que se llama el pasado, y
constituyendo lo que se llama el presente por esta misma relación con lo
que no es él: no es absolutamente, es decir, ni siquiera un pasado o un
futuro como presentes modificados. Es preciso que le separe un intervalo
de lo que no es él para que sea él mismo, pero este intervalo que lo
constituye en presente debe también a la vez decidir el presente en sí
mismo, compartiendo así, con el presente, todo lo que se puede pensar a
partir de él, es decir, todo existente, en nuestra lengua metafísica,
singularmente la sustancia o el sujeto. Constituyéndose este intervalo,
decidiéndose dinámicamente, es lo que podemos llamar espaciamiento,
devenir-espacio del tiempo o devenir-tiempo del espacio (temporalización).
Y es esta constitución del presente, como síntesis «originaria» e
irreductiblemente no-simple, pues, sensu estricto, no-originaria, de
marcas, de rastros de retenciones y de protenciones (para reproducir aquí,
analógicamente y de manera provisional, un lenguaje fenomenológico y
transcendental que se revelará enseguida inadecuado) que yo propongo
llamar archi-escritura, archirastro o diferancia. Esta (es) (a la vez)
espaciamiento (y) temporización.
Este movimiento (activo) de la (producción de la) diferancia sin origen,
¿no habríamos podido llamarla simplemente y sin neografismo,
diferenciación? Entre otras confusiones, una palabra así hubiera dejado
pensar en alguna unidad orgánica, originaria y homogénea, que en un
momento dado viene a dividir, a recibir la diferencia como un
acontecimiento. Sobre todo, formado sobre el verbo diferenciar, anularía
la significación económica del rodeo, de la demora temporalizadora, del
«diferir». Una nota, aquí, de paso. La debo a una lectura reciente de un
texto que Koyré había consagrado en 1934, en la Revue d'histoire et de
philosophie religieuse a Hegel en Jena (reproducida en sus Études
d'histoire de la penseé philosophique). Koyré hace ahí largas citas, en
alemán, de la Lógica de Jena y propone su traducción. Ahora bien, en dos
ocasiones encuentra en el texto de Hegel la expresión differente
Beziehung. Esta palabra de raíz latina (different) es rara en alemán y
también, creo, en Hegel, que más bien dice verschieden, ungleich, que
llama a la diferencia Unterschied, y Verschiedenheit a la variedad
cualitativa. En la Lógica de Jena, se sirve de la palabra differente en el
momento en que trata precisamente del tiempo y del presente. Antes de
llegar a una discusión preciosa de Koyré, he aquí algunas frases de Hegel,
tal como las traduce: «El infinito, en esta simplicidad, es, como momento
opuesto a lo igual consigo mismo lo negativo, y en sus momentos, mientras
que se presenta a (sí mismo) y en sí mismo la totalidad, (es) lo que
excluye en general, el punto o el límite, pero en ésta su acción de negar,
se relaciona inmediatamente con el otro y se niega a sí mismo. El límite o
el momento del presente (der Gegen-wart), el «este» absoluto del tiempo, o
el ahora, es de una simplicidad negativa absoluta, que excluye de sí
absolutamente toda multiplicidad y, por esto mismo, está absolutamente
determinado; es no un todo o un quantum que se extendería en sí (y) que,
en sí mismo, también tendría un momento indeterminado, un diverso que,
indiferente (gleichgültig) o exterior en el mismo, se relacionaría con
otro (auf ein anderer bezöge), pero es ahí una relación absolutamente
diferente del simple (sonderns es ist absolut differente Beziehung).» Y
Koyré precisa de manera digna de mención en nota: «Relación diferente:
diferente Beziehung. Se podría decir: relación diferenciante.» Y en la
página siguiente, otro texto de Hegel, donde se puede leer esto: «Diese
Beziehung ist Gegenwart, als eine differente Beziehung. (Esta relación es
[el] presente como relación diferente).» Otra nota de Koyré: «El término
different se toma aquí en un sentido activo.»
Escribir difiriente o diferancia (con una a) podría ya tener la utilidad
de hacer posible, sin otra nota o precisión, la traducción de Hegel en
este punto particular que también es un punto absolutamente decisivo de su
discurso. Y la traducción sería, como siempre debe serlo, transformación
de una lengua en otra. Naturalmente, sostengo que la palabra diferancia
puede también servir para otros usos: inicialmente porque señala no sólo
la actividad de la diferencia «originaria», sino también el rodeo
temporalizador del diferir; sobre todo porque a pesar de relaciones de
afinidad muy profunda que la diferancia así escrita mantiene con el
discurso hegeliano, tal como debe ser leído, puede en un cierto punto no
romper con él, lo que no tiene ningún tipo de sentido ni de oportunidad,
sino operar en él una especie de desplazamiento a la vez ínfimo y radical,
cuyo espacio trato de indicar en otro lugar pero del que me sería difícil
hablar muy deprisa aquí.
Las diferencias son, pues, «producidas» -diferidas- por la diferancia.
¿Pero qué es lo que difiere o quién difiere? En otras palabras, ¿qué es la
diferancia? Con esta pregunta llegamos a otro lugar y otro recurso de la
problemática.
Que es lo que difiere? ¿Quién difiere? ¿Qué es la diferancia?
Si respondiéramos a estas preguntas antes incluso de interrogarlas como
pregunta, antes de darles la vuelta y de sospechar de su forma, hasta en
lo que parece en ellas más natural y más necesario, volveríamos ya a caer
de este lado de lo que acabamos de despejar. Si aceptáramos, en efecto, la
forma de la pregunta, en su sentido y en su sintaxis («qué es lo que»,
«qué es quien» «quién es el que»...), sería necesario admitir que la
diferancia es derivada, sobrevenida, dominada y gobernada a partir del
punto de un existente-presente, pudiendo éste ser cualquier cosa, una
forma, un estado, un poder en el mundo, a los que se podrá dar toda clase
de nombres, un que, o un existente presente como sujeto, un quien. En este
último caso especialmente, se admitiría implícitamente que este existente
presente, como existente presente para sí, como consciencia, llegaría en
un momento dado a diferir de ella: ya sea a retrasar y a alejar la
satisfacción de una «necesidad» o de un «deseo», ya sea a diferir de sí,
pero, en ninguno de estos casos, un existente-presente semejante sería
«constituido» por esa diferancia.
Ahora bien, si nos referimos una vez más a la diferencia semiológica, qué
es lo que Saussure, en particular, nos ha recordado? Que «la lengua [que
no consiste, pues, más que en diferencias] no es una función del sujeto
hablante». Esto implica que el sujeto (identidad consigo mismo o en su
momento, consciencia de la identidad consigo mismo, consciencia de sí)
está inscrito en la lengua, es «función» de la lengua, no se hace sujeto
hablante más que conformando su habla, incluso en la llamada «creación»,
incluso en la llamada «transgresión», al sistema de prescripciones de la
lengua como sistema de diferencias, o al menos a la ley general de la
diferencia, rigiéndose sobre el principio de la lengua del que dice
Saussure que es «el lenguaje menos el habla». «La lengua es necesaria para
que el habla sea inteligible y produzca todos sus efectos.»
Si por hipótesis tenemos por absolutamente rigurosa la oposición del habla
a la lengua, la diferancia será no sólo el juego de las diferencias en la
lengua, sino la relación del habla con la lengua, el rodeo también por el
cual debo pasar para hablar, la prenda silenciosa que debo dar, y que
igualmente vale para la semiología general que rige todas las relaciones
del uso y al esquema del mensaje, el código, etc. (He tratado de sugerir
en otra parte que esta diferencia en la lengua y en la relación del habla
con la lengua impide la disociación esencial que en otro estrato de su
discurso quería tradicionalmente señalar Saussure entre el habla y la
escritura. La práctica de la lengua o del código que supone un juego de
formas, sin sustancia determinada e invariable, que supone también en la
práctica de este juego una retención y una protención de las diferencias,
un espaciamiento y una temporización, un juego de marcas, es preciso que
sea una especie de escritura avant la lettre una archiescritura sin origen
presente, sin arkhe. De donde la tachadura regida por la arkhe y la
transformación de la semiología general en gramatología, operando ésta un
trabajo crítico sobre todo lo que, en la semiología y hasta en su concepto
matriz -el signo- retenía presupuestos metafísicos incompatibles con el
motivo de la diferancia.)
Podríamos sentirnos tentados por una objeción: ciertamente, el sujeto no
se hace «hablante» más que comerciando con el sistema de las diferencias
lingüísticas; o incluso el sujeto no se hace significante (en general, por
el habla u otro signo) más que inscribiéndose en el sistema de las
diferencias. En este sentido, ciertamente, el sujeto hablante o
significante no estaría presente para sí en tanto que hablante o
significante sin el juego de la diferencia lingüística o semiológica. Pero
¿no se puede concebir una presencia y una presencia para sí del sujeto
antes de su habla o su signo, una presencia para sí del sujeto en una
consciencia silenciosa e intuitiva?
Una pregunta semejante supone, pues, que antes del signo y fuera de él,
con la exclusión de todo rastro y de toda diferencia es posible algo
semejante a la consciencia. Y que, antes incluso de distribuir sus signos
en el espacio y en el mundo, la consciencia puede concentrarse ella misma
en su presencia. Ahora bien, ¿qué es la consciencia? ¿Qué quiere decir
«consciencia»? Lo más a menudo en la forma misma del «querer decir» no se
ofrece al pensamiento bajo todas sus modificaciones más que como presencia
para sí, percepción de sí misma de la presencia. Y lo que vale de la
consciencia vale aquí de la existencia llamada subjetiva en general. De la
misma manera que la categoría del sujeto no puede y no ha podido nunca
pensarse sin la referencia a la presencia como upokeimenon o como ousia,
etc., el sujeto como consciencia nunca ha podido anunciarse de otra manera
que como presencia para sí mismo. El privilegio concedido a la consciencia
significa, pues, el privilegio concedido al presente; e incluso si se
describe, en la profundidad con que lo hace Husserl, la temporalidad
transcendental de la consciencia es al «presente viviente» al que se
concede el poder de síntesis y de concentración incesante de las marcas.
Este privilegio es el éter de la metafísica, el elemento de nuestro
pensamiento en tanto que es tomado en la lengua de la metafísica. No se
puede delimitar un tal cierre más que solicitando hoy este valor de
presencia del que Heidegger ha mostrado que es la determinación
ontoteológica del ser; y al solicitar así este valor de presencia, por una
puesta en tela de juicio cuyo status debe ser completamente singular,
interrogamos el privilegio absoluto de esta forma o de esta época de la
presencia en general que es la consciencia como querer-decir en la
presencia para sí.
Ahora bien, llegamos, pues, a plantear la presencia -y singularmente la
consciencia, el ser cerca de sí de la consciencia- no como la forma matriz
absoluta del ser, sino como una «determinación» y como un «efecto».
Determinación o efecto en el interior de un sistema que ya no es el de la
presencia, sino el de la diferancia, y que ya no tolera la oposición de la
actividad y de la pasividad, en mayor medida que la de la causa y del
efecto o de la indeterminación y de la determinación, etc., de tal manera
que al designar la consciencia como un efecto o una determinación se
continúa, por razones estratégicas, que pueden ser más o menos lúcidamente
deliberadas y sistemáticamente calculadas, a operar según el léxico de lo
mismo que se de-limita.
Antes de ser, tan radicalmente y tan expresamente, el de Heidegger, este
gesto ha sido también el de Nietzsche y el de Freud; quienes, uno y otro,
como es sabido, y a veces de manera tan semejante, han puesto en tela de
juicio la consciencia en su certeza segura de sí. Ahora bien, ¿no es
notable que lo hayan echo uno y otro a partir del motivo de la diferancia?
Este aparece casi señaladamente en sus textos y en esos lugares donde se
juega todo. No podría extenderme aquí; simplemente recordaré que para
Nietzsche la gran actividad principal es inconsciente y que la consciencia
es el efecto de las fuerzas cuya esencia y vías y modos no le son propios.
Ahora bien, la fuerza misma nunca está presente: no es más que un juego de
diferencias y de cantidades. No habría fuerza en general sin la diferencia
entre las fuerzas; y aquí la diferencia de cantidad cuenta más que el
contenido de la cantidad, que la grandeza absoluta misma: «La cantidad
misma no es, pues, separable de la diferencia de cantidad. La diferencia
de cantidad es la esencia de la fuerza, la relación de la fuerza con la
fuerza. Soñar con dos fuerzas iguales, incluso si se les concede una
oposición de sentido, es un sueño aproximativo y grosero, sueño
estadístico donde lo viviente se sumerge, pero que disipa la química» (G.
Deleuze, Nietzsche et la philosophie, pág. 49). Todo el pensamiento de
Nietzsche ¿no es una crítica de la filosofía como indiferencia activa ante
la diferancia, como sistema de reducción o de represión a-diaforística? Lo
cual no excluye que según la misma lógica, según la lógica misma, la
filosofía viva en y de la diferancia, cegándose así a lo mismo que no es
lo idéntico. Lo mismo es precisamente la diferancia (con una a) como paso
alejado y equivocado de un diferente a otro, de un término de la oposición
a otro. Podríamos así volver a tomar todas las parejas en oposición sobre
las que se ha construido la filosofía y de las que vive nuestro discurso
para ver ahí no borrarse la oposición, sino anunciarse una necesidad tal
que uno de los términos aparezca como la diferancia del otro, como el otro
diferido en la economía del mismo (lo inteligible como difiriendo de lo
sensible, como sensible diferido, el concepto como intuición
diferida-diferente; la cultura como naturaleza diferida-diferente; todos
los otros de la physis-techne, nomos, thesis, sociedad, libertad,
historia, espíritu, etc., -como physis diferida o como physis diferente.
Physis en diferancia. Aquí se indica el lugar de una reciente
interpretación de la mimesis, en su pretendida oposición a la physis). Es
a partir de la muestra de este mismo como diferancia cuando se anuncia la
mismidad de la diferencia y de la repetición en el eterno retorno. Tantos
temas que se pueden poner en relación en Nietzsche con la sintomatología
que siempre diagnostica el rodeo o la artimaña de una instancia disfrazada
en su diferancia; o incluso con toda la temática de la interpretación
activa que sustituye con el desciframiento incesante al desvelamiento de
la verdad como presentación de la cosa misma en su presencia, etc. Cifra
sin verdad, o al menos sistema de cifras no dominado por el valor de
verdad que se convierte entonces en sólo una función comprendida,
inscrita, circunscrita.
Podremos, pues, llamar diferancia a esta discordia «activa», en
movimiento, de fuerzas diferentes y de diferencias de fuerzas que opone
Nietzsche a todo el sistema de la gramática metafísica en todas partes
donde gobierna la cultura, la filosofía y la ciencia.
Es históricamente significante que esta diaforística en tanto que
energética o economía de fuerzas, que se ordena según la puesta, en tela
de juicio de la primacía de la presencia como consciencia, sea también el
motivo capital del pensamiento de Freud: otra diaforística, a la vez
teoría de la cifra (o de la marca) y energética. La puesta en tela de
juicio de la autoridad de la consciencia es inicialmente y siempre
diferencial.
Los dos valores aparentemente diferentes de la diferancia se anudan en la
teoría freudiana: el diferir como discernibilidad, distinción, desviación,
diastema, espaciamiento, y el diferir como rodeo, demora, reserva,
temporización.
1. Los conceptos de marca (Spur), de roce (Bahnung), de fuerzas de roce
son desde el Entwurt inseparables del concepto de diferencia. No se puede
describir el origen de la memoria y del psiquismo como memoria en general
(consciente o inconsciente) más que tomando en consideración la diferencia
entre los razonamientos. Freud lo dice expresamente. No hay roce sin
diferencia ni diferencia sin marca.
2. Todas las diferencias en la producción de marcas inconscientes y en los
procesos de inscripción (Niederschrift) pueden también ser interpretadas
como momentos de la diferencia, en el sentido de la puesta en reserva.
Según un esquema que no ha cesado de guiar el pensamiento de Freud, el
movimiento de la marca se describe como un esfuerzo de la vida que se
protege a sí misma difiriendo la inversión peligrosa, constituyendo una
reserva (Vorrat) y todas las oposiciones de conceptos que surcan el
pensamiento freudiano relacionan cada uno de los conceptos a otro como los
momentos de un rodeo en la economía de la diferencia. El uno no es más que
el otro diferido, el uno diferente del otro. El uno es el otro en
diferencia, el uno es la diferencia del otro. Así es como toda oposición
aparentemente rigurosa e irreductible (por ejemplo, la de lo secundario y
lo primario) se ve calificar, en uno u otro momento, de «ficción teórica».
Es también así, por ejemplo (pero este ejemplo gobierna todo, comunica con
todo), como la diferencia entre el principio del placer y el principio de
realidad no es sino la diferencia como rodeo (Ausfschub). En Más allá del
principio de placer escribe Freud: «Bajo la influencia del instinto de
conservación del yo, el principio del placer se borra y cede el lugar al
principio de realidad que hace que, sin renunciar al fin último que
constituye el placer, consintamos en diferir la realización, en no
aprovechar ciertas posibilidades que se nos ofrecen de apresurarnos en
ello, incluso en soportar, a favor del largo rodeo (Aufschub) que tomamos
para llegar al placer, un momentáneo descontento.»
Aquí tocamos el punto de mayor oscuridad en el enigma mismo de la
diferencia, lo que divide justamente el concepto en una extraña partición.
No es preciso apresurarse a decidir. ¿Cómo pensar a la vez la diferencia
como rodeo económico que, en el elemento del mismo, pretende siempre
reencontrar el placer en el lugar en que la presencia es diferida por
cálculo (consciente o inconscientemente) y por otra parte la diferencia
como relación con la presencia imposible, como gasto sin reserva, como
pérdida irreparable de la presencia, usura irreversible de la energía,
como pulsión de muerte y relación con el otro que interrumpe en apariencia
toda economía? Es evidente -es absolutamente evidente- que no se pueden
pensar juntos lo económico y lo no económico, lo mismo y lo completamente
distinto, etc. Si la diferencia es este impensable, quizá no es necesario
apresurarse a hacerlo evidente, en el elemento filosófico de la evidencia
que habría hecho pronto disipar la ilusión y lo ilógico, con la
infalibilidad de un cálculo que conocemos bien, para haber reconocido
precisamente su lugar, su necesidad, su función en la estructura de la
diferencia. Lo que en la filosofía sacaría provecho ya ha sido tomado en
consideración en el sistema de la diferencia tal como se calcula aquí. He
tratado en otra parte, en una lectura de Bataille, de indicar lo que
podría ser una puesta en contacto, si se quiere, no sólo rigurosa, sino,
en un nuevo sentido, «científica», de esta «economía limitada» que no deja
lugar al gasto sin reserva, a la muerte, a la exposición al sin sentido,
etc., y de una economía general que toma en consideración la no-reserva,
si se puede decir, que tiene en reserva la no-reserva. Relación entre una
diferencia que encuentra su cuenta y una diferencia que fracasa en
encontrar su cuenta, la apuesta de la presencia pura y sin pérdida
confundiéndose con la de la pérdida absoluta, de la muerte. Por esta
puesta en contacto de la economía limitada y de la economía general se
desplaza y se reinscribe el proyecto mismo de la filosofía, bajo la
especie privilegiada del hegelianismo. Se doblega la Aufhebung -el relevo-
a escribirse de otra manera. Quizá, simplemente, a escribirse. Mejor, a
tomar en consideración su consumación de escritura.
Pues el carácter económico de la diferencia no implica de ninguna manera
que la presencia diferida pueda ser todavía reencontrada, que no haya así
más que una inversión que retarda provisionalmente y sin pérdida la
presentación de la presencia, la percepción del beneficio o el beneficio
de la percepción. Contrariamente a la interpretación metafísica,
dialéctica, «hegeliana» del movimiento económico de la diferencia, hay que
admitir aquí un juego donde quien pierde gana y donde se gana y pierde
cada vez. Si la presentación desviada sigue siendo definitiva e
implacablemente rechazada, no es sino un cierto presente lo que permanece
escondido o ausente; pero la diferencia nos mantiene en relación con
aquello de lo que ignoramos necesariamente que excede la alternativa de la
presencia y de la ausencia. Una cierta alteridad -Freud le da el nombre
metafísico de inconsciente- es definitivamente sustraída a todo proceso de
presentación por el cual lo llamaríamos a mostrarse en persona. En este
contexto y bajo este nombre el inconsciente no es, como es sabido, una
presencia para sí escondida, virtual, potencial. Se difiere, esto quiere
decir sin duda que se teje de diferencias y también que envía, que delega
representantes, mandatarios; pero no hay ninguna posibilidad de que el que
manda «exista», esté presente, sea el mismo en algún sitio y todavía menos
de que se haga consciente. En este sentido, contrariamente a los términos
de un viejo debate, el lado fuerte de todas las inversiones metafísicas
que ha realizado siempre, el «inconsciente» no es más una «cosa» que otra
cosa, no más una cosa que una consciencia virtual o enmascarada. Esta
alteridad radical con relación a todo modo posible de presencia se señala
en efectos irreductibles de destiempo, de retardamiento. Y, para
describirlos, para leer las marcas de las marcas «inconscientes» (no hay
marca «consciente»), el lenguaje de la presencia o de la ausencia, el
discurso metafísico de la fenomenología es inadecuado (pero el
«fenomenólogo» no es el único que habla).
La estructura del retardamiento (Nachträglichkeit), impide en efecto que
se haga de la temporalización una simple complicación dialéctica del
presente vivo como síntesis originaria e incesante, constantemente
reconducida a sí, concentrada sobre sí, concentrante, de rastros que
retienen y de aberturas protencionales. Con la alteridad del
«inconsciente» entramos en contacto no con horizontes de presentes
modificados -pasados o por venir-, sino con un «pasado» que nunca ha sido
presente y que no lo será jamás, cuyo «por-venir» nunca será la producción
o la reproducción en la forma de la presencia. El concepto de rastro es,
pues, inconmensurable con el de retención, de devenir-pasado de lo que ha
sido presente. No se puede pensar el rastro -y así la diferencia- a partir
del presente, o de la presencia del presente.
Un pasado que nunca ha sido presente, esta es la fórmula por la cual E.
Levinas, según vías que ciertamente no son las del psicoanálisis, califica
la marca y el enigma de la alteridad absoluta: el prójimo. En estos
límites y desde este punto de vista al menos, el pensamiento de la
diferencia implica toda la crítica de la ontología clásica emprendida por
Levinas. Y el concepto de marca, como el de diferencia, organiza así a
través de estas marcas diferentes y estas diferencias de marcas, en el
sentido de Nietzsche, de Freud, de Levinas (estos «nombres de autores» no
son aquí más que indicios), la red que concentra y atraviesa nuestra
«época» como delimitación de la ontología (de la presencia).
Es decir, del existente o de la existencialidad. En todas partes, es la
dominación del existente lo que viene a solicitar la diferencia, en el
sentido en que solicitare significa, en viejo latín, sacudir como un todo,
hacer temblar en totalidad. Es la determinación del ser en presencia o en
existencialidad lo que es así pues interrogado, por el pensamiento de la
diferencia. Una pregunta semejante no podría surgir y dejarse comprender
sin que se abriera en alguna parte la diferencia del ser y el existente.
Primera consecuencia: la diferencia no existe. No es un
existente-presente, tan excelente, único, de principio o transcendental
como se la desea. No gobierna nada, no reina sobre nada, y no ejerce en
ninguna parte autoridad alguna. No se anuncia por ninguna mayúscula. No
sólo no hay reino de la diferencia, sino que ésta fomenta la subversión de
todo reino. Lo que la hace evidentemente amenazante e infaliblemente
temida por todo lo que en nosotros desea el reino, la presencia pasada o
por venir de un reino. Y es siempre en el nombre de un reino como se
puede, creyendo verla engrandecerse con una mayúscula, reprocharle querer
reinar.
¿Es que, sin embargo, la diferencia se ajusta en la desviación de la
diferencia óntico-ontológica tal como se piensa; tal como la «época» se
piensa ahí en particular «a través», si aún puede decirse, de la
meditación heideggeriana?
No hay respuesta simple a una pregunta semejante.
Por una cierta cara de sí misma, la diferencia no es ciertamente más que
el despliegue histórico y de época del ser o de la diferencia ontológica.
La a de la diferencia señala el movimiento de este despliegue.
Y sin embargo, el pensamiento del sentido o de la verdad del ser, la
determinación de la diferencia en diferencia óntico-ontológica, la
diferencia pensada en el horizonte de la cuestión del ser, ¿no es todavía
un efecto intrametafísico de la diferencia? El despliegue de la diferencia
no es quizá sólo la verdad del ser o de la epocalidad del ser. Quizá hace
falta intentar pensar este pensamiento inaudito, este trazado silencioso:
que la historia del ser, cuyo pensamiento inscribe al logos
griego-occidental, no es en sí misma, tal como se produce a través de la
diferencia ontológica, más que una época del diapherein. No podríamos
siquiera llamarla desde aquí «época» perteneciendo el concepto de
epocalidad al interior de la historia como historia del ser. No habiendo
tenido nunca sentido el ser, no habiendo nunca sido pensado o dicho como
tal más que disimulándose en el existente, la diferencia de una cierta y
muy extraña manera, (es) más «vieja» que la diferencia ontológica o que la
verdad del ser. A esta edad se la puede llamar juego de la marca. De una
marca que no pertenece ya al horizonte del ser sino cuyo juego lleva y
cerca el sentido del ser: juego de la marca o de la diferencia que no
tiene sentido y que no existe. Que no pertenece. Ningún mantenimiento,
pero ninguna profundidad para este damero sin fondo donde el ser se pone
en juego.
Es acaso así como el juego heracliteano del en diapheron eauto, del uno
diferente de sí, difiriéndose consigo, se pierde ya como una marca en la
determinación del diapherein en diferencia ontológica.
Pensar la diferencia ontológica sigue siendo sin duda, una tarea difícil
cuyo enunciado ha permanecido casi inaudible. También prepararse más allá
de nuestro logos, para una diferencia tanto más violenta cuanto que no se
deja todavía reconocer como epocalidad del ser y diferencia ontológica, no
es ni eximirse del paso por la verdad del ser ni de ninguna manera
«criticarlo», «contestarlo», negar su incesante necesidad. Es necesario,
por el contrario, quedarse en la dificultad de este paso, repetirlo en la
lectura rigurosa de la metafísica en todas partes donde normaliza el
discurso occidental, y no solamente en los textos de la «historia de la
filosofía». Hay que dejar en todo rigor aparecer/desaparecer la marca de
lo que excede la verdad del ser. Marca (de lo) que no puede nunca
presentarse, marca que en sí misma no puede nunca presentarse: aparecer y
manifestarse como tal en su fenómeno. Marca más allá de lo que liga en
profundidad la ontología fundamental y la fenomenología. Siempre
difiriendo, la marca no está nunca como tal en presentación de sí. Se
borra al presentarse, se ensordece resonando, como la a al escribirse,
inscribiendo su pirámide en la diferencia.
De este movimiento siempre se puede descubrir la marca anunciadora y
reservada en el discurso metafísico y sobre todo en el discurso
contemporáneo que habla, a través de las tentativas en que nos hemos
interesado hace un instante (Nietzsche, Freud, Levinas) del cierre de la
ontología. Singularmente en el texto heideggeriano.
Este nos provoca a interrogar la esencia del presente, la presencia del
presente.
Qué es el presente? Qué es pensar el presente en su presencia?
Consideremos por ejemplo, el texto de 1946 que se titula Der Spruch des
Anaximander. Heidegger recuerda ahí que el olvido del ser olvida la
diferencia del ser y el existente: «Pero la cosa del ser (die Sache des
Seins), es ser el ser del existente. La forma lingüística de este genitivo
con multivalencia enigmática nombra una génesis (Genesis), una
proveniencia (Herkunft) del presente a partir de la presencia (des
Anbwesenden aus dem Anwesen). Pero, con la muestra de los dos, la esencia
(Wesen) de esta proveniencia permanece secreta (verborgen). No solamente
la esencia de esta proveniencia, sino también la simple relación entre
presencia y presente (Anwesen und Anwesendem) permanece impensada. Desde
la aurora, parece que la presencia, y el existente-presente sean, cada uno
por su lado, separadamente algo. Imperceptiblemente, la presencia se hace
ella-misma un presente... La esencia de la presencia (Des Wesen des
Anwesens) y así la diferencia de la presencia y el presente es olvidada.
El olvido del ser es el olvido de la diferencia del ser y el existente
(traducción en Chemins, págs. 296-297).
Recordándonos la diferencia entre el ser y el existente (la diferencia
ontológica) como diferencia de la presencia y el presente, Heidegger
avanza una proposición, un conjunto de proposiciones que aquí no se
tratará, por una precipitación propia de la necedad, de «criticar», sino
de devolver más bien a su poder de provocación.
Procedamos lentamente. Lo que Heidegger quiere, pues, señalar es esto: la
diferencia del ser y el existente, lo olvidado de la metafísica, ha
desaparecido sin dejar marca. La marca misma de la diferencia se ha
perdido. Si admitimos que la diferancia (es) (en sí misma) otra cosa que
la ausencia y la presencia, si marca, sería preciso hablar aquí,
tratándose del olvido de la diferencia (del ser y el existente), de una
desaparición de la marca de la marca. Es lo que parece implicar tal pasaje
de La palabra de Anaximandro. «El olvido del ser forma parte de la esencia
misma del ser, velado por él. El olvido pertenece tan esencialmente al
destino del ser que la aurora de este destino comienza precisamente en
tanto que desvelamiento del presente en su presencia. Esto quiere decir:
la historia del ser comienza por el olvido del ser en que el ser retiene
su esencia, la diferencia con el existente. La diferencia falta. Permanece
olvidada. Sólo lo diferenciado-el presente y la presencia (das Anwesende
und dar Anwesen) se desabriga, pero no en tanto que lo diferenciado. Al
contrario, la marca matinal die frühe Spur) de la diferencia se borra
desde el momento en que la presencia aparece como un existente-presente
Des Anwesen wie ein Anwesendes erscheint) y encuentra su proveniencia en
un (existente)-presente supremo (in einem höchsten Anwesenden)».
No siendo la marca una presencia, sino un simulacro de una presencia que
se disloca, se desplaza, se repite, no tiene propiamente lugar, el
borrarse pertenece a su estructura. No sólo el borrarse que siempre debe
poder sorprenderla, a falta de lo que ella no sería marca, sino
indestructible, monumental substancia, sino el borrarse que la hace
desaparecer en su aparición, salir de sí en su posición. El borrarse de la
marca precoz (die frühe Spur) de la diferencia es, pues, «el mismo» que su
trazado en el texto metafísico. Este debe haber guardado la marca de lo
que ha perdido o reservado, dejado de lado. La paradoja de una estructura
semejante, es, en el lenguaje de la metafísica, esta inversión del
concepto metafísico que produce el efecto siguiente: el presente se hace
el signo del signo, la marca de la marca. Ya no es aquello a lo que en
última instancia reexpide toda devolución. Se convierte en una función
dentro de una estructura de devolución generalizada. Es marca y marca del
borrarse de la marca.
El texto de la metafísica es así comprendido. Todavía legible; y para
leerse. No está rodeado, sino atravesado por su límite, marcado en su
interior por la estela múltiple de su margen. Proponiendo a la vez el
monumento y el espejismo de la marca, la marca simultáneamente marcada y
borrada, simultáneamente viva y muerta, viva como siempre al simular
también la vida en su inscripción guardada. Pirámide. No un límite que hay
que franquear, sino pedregosa, sobre una muralla, en otras palabras que
hay que descifrar, un texto sin voz.
Se piensa entonces sin contradicción, sin conceder al menos ninguna
pertinencia a tal contradicción, lo perceptible y lo imperceptible de la
marca. La «marca matinal» de la diferencia se ha perdido en una
invisibilidad sin retorno y, sin embargo, su pérdida misma está abrigada,
guardada, mirada, retardada. En un texto. Bajo la forma de la presencia.
De la propiedad. Que en sí misma no es más que un efecto de escritura.
Después de haber hablado del borrarse de la marca matinal, Heidegger
puede, pues, en la contradicción sin contradicción, consignar contrasignar
el empotramiento de la marca. Un poco más lejos: -«La diferencia del ser y
el existente no puede sin embargo, llegar luego a la experiencia como un
olvido más que si se ha descubierto ya con la presencia del presente (mit
dem Anwesen des Anwesenden), y si está así sellada en una marca (so eine
Spur geprägt hat) que permanece guardada (gewahrt bleibt) en la lengua a
la que adviene el ser.»
Más adelante de nuevo, meditando el to khreon de Anaximandro, traducido
aquí como Brauch (conservación), Heidegger escribe esto:
«Disponiendo acuerdo y deferencia (Fug und Ruch. verfügend) la
conservación libera el presente (Anwesende) en su permanencia y lo deja
libre cada vez para su estancia. Pero por eso mismo, el presente se ve
igualmente comprometido en el peligro constante de endurecerse en la
insistencia (in das blosze Beharren verbärtet) a partir de su duración que
permanece. Así la conservación (Brauch) sigue siendo al mismo tiempo en sí
misma des-poseimiento (Aushändigung: des-conservación) de la presencia
(des Anwesens) in der Un-fug, en lo disonante (el desunimiento). La
conservación añade el des- (Der Brauch fügt das Un-).»
Y es en el momento en que Heidegger reconoce la conservación como marca
cuando debe plantearse la cuestión: ¿se puede y hasta dónde se puede
pensar este marca y el des- de la diferancia como Wesen des Seins? ¿El
des- de la diferancia no nos lleva más allá de la historia del ser, más
allá de nuestra lengua también y de todo lo que en ella puede nombrarse?
¿No apela, en la lengua del ser, a la transformación, necesariamente
violenta, de esta lengua en una lengua totalmente diferente?
Precisemos esta cuestión. Y, para desalojar en ella la «marca» (y ¿quién
ha creído que se ojeaba algo más que pistas para despistar?), leamos otra
vez este pasaje:
«La traducción de to khreon como: «la conservación» (Brauch) no proviene
de reflexiones etimológico-léxicas. La elección de la palabra
«conservación» proviene de una tra-ducción anterior (Ubersetzen) del
pensamiento que trata de pensar la diferencia en el despliegue del ser (im
Wesen des Seins) hacia el comienzo historial del olvido del ser. La
palabra «la conservación» es dictada al pensamiento en la aprehensión
(Erfahrung) del olvido del ser. Lo que de esto propiamente hay que pensar
en la palabra «la conservación», to khreon nombra propiamente una marca
(Spur), marca que desaparece enseguida (aisbald verschwindet) en la
historia del ser que se muestra histórico-mundialmente como metafísica
occidental.»
¿Cómo pensar lo que está fuera de un texto? ¿Más o menos como su propio
margen? Por ejemplo, ¿lo otro del texto de la metafísica occidental?
Ciertamente la «marca que desaparece enseguida en la historia del ser...
como metafísica occidental» escapa a todas las determinaciones, a todos
los nombres que podría recibir en el texto metafísico. En estos nombres se
abriga y así se disimula. No aparece ahí como la marca «en sí misma». Pero
es porque no podría nunca aparecer en sí misma, como tal. Heidegger
también dice que la diferencia no puede aparecer en tanto que tal:
«Lichtung des Unterschiedes kann deshalb auch nicht bedeuten, dasz der
Unterschied als der Unterschied erscheint.» No hay esencia de la
diferencia, ésta (es) lo que no sólo no sabría dejarse apropiar en él como
tal de su nombre o de su aparecer, sino lo que amenaza la autoridad del
como tal en general, de la presencia de la cosa misma en su esencia. Que
no haya, en este punto, esencia propia[i], de la diferancia, implica que
no haya ni ser ni verdad del juego de la escritura en tanto que inscribe
la diferancia.
Para nosotros, la diferancia sigue siendo un nombre metafísico y todos los
nombres que recibe en nuestra lengua son todavía, en tanto que nombres,
metafísicos. En particular cuando hablan de la determinación de la
diferancia en diferencia de la presencia y el presente (Anwesen/Anwesend),
pero sobre todo, y ya de la manera más general cuando hablan de la
determinación de la diferancia en diferencia del ser y el existente.
Más «vieja» que el ser mismo, una tal diferancia no tiene ningún nombre en
nuestra lengua. Pero sabemos ya que si es innombrable no es por provisión,
porque nuestra lengua todavía no ha encontrado o recibido este nombre, o
porque sería necesario buscarlo en otra lengua, fuera del sistema finito
de la nuestra. Es porque no hay nombre para esto ni siquiera el de esencia
o el de ser, ni siquiera el de diferancia, que no es un nombre, que no es
una unidad nominal pura y se disloca sin cesar en una cadena de
sustituciones que difieren.
«No hay nombre para esto»: leer esta proposición en su banalidad. Este
innombrable no es un ser inefable al que ningún nombre podría aproximarse:
Dios por ejemplo. Este innombrable es el juego que hace que haya efectos
nominales, estructuras relativamente unitarias o atómicas que se llaman
nombres, cadenas de sustituciones de nombres, y en las que, por ejemplo,
el efecto nominal «diferancia» es él mismo acarreado, llevado, reinscrito,
como una falsa entrada o una falsa salida todavía es parte del juego,
función del sistema.
Lo que sabemos, lo que sabríamos si se tratara aquí simplemente de un
saber, es que no ha habido nunca, que nunca habrá palabra única,
nombre-señor. Es por lo que el pensamiento de la letra a de la diferancia
no es prescripción primera ni el anuncio profético de una nominación
inminente y todavía inoída. Esta «palabra» no tiene nada de kerygmática,
por poco que se pueda percibir la mayusculación. Poner en cuestión el
nombre de nombre.
No habrá nombre único, aunque sea el nombre del ser. Y es necesario
pensarlo sin nostalgia, es decir, fuera del mito de la lengua puramente
materna o puramente paterna, de la patria perdida del pensamiento. Es
preciso, al contrario, afirmarla, en el sentido en que Nietzsche pone en
juego la afirmación, con una risa y un paso de danza.
Desde esta risa y esta danza, desde esta afirmación extraña a toda
dialéctica, viene cuestionada esta otra cara de la nostalgia que yo
llamaré la esperanza heideggeriana. No paso por alto lo que esta palabra
puede tener aquí de chocante. Me arriesgo no obstante, sin excluir
implicación alguna, y lo pongo en relación con lo que La palabra de
Anaximandro me parece retener de la metafísica: la búsqueda de la palabra
propia y del nombre único. Hablando de la «primera palabra del ser» (das
frühe Wort des Seins), escribe Heidegger: «La relación con el presente,
que muestra su orden en la esencia misma de la presencia, es única (ist
eine einzige). Permanece por excelencia incomparable a cualquier otra
relación, pertenece a la unicidad del ser mismo (Sie gehört zur Einzigkeit
des Seins selbst). La lengua debería, pues, para nombrar lo que se muestra
en el ser (das Wesende des Seins), encontrar una sola palabra, la palabra
única (ein einziges, das einzige Wort). Es aquí donde medimos lo
arriesgado que es toda palabra del pensamiento [toda palabra pensante:
denkende Wort] que se dirige al ser (das dem Sein zugesprochen wird). Sin
embargo, lo que aquí se arriesga no es algo imposible; pues el ser habla
en todas partes y siempre y a través de toda lengua.»
Tal es la cuestión: la alianza del habla y del ser en la palabra única, en
el nombre al fin propio. Tal es la cuestión que se inscribe en la
afirmación jugada de la diferancia. Se refiere a cada uno de los miembros
de esta frase; «El ser/habla/en todas partes y siempre/a través de/
toda/lengua.»
Jacques Derrida




* * Proponemos, de manera tentativa, una posible traducción: diferancia,
que, si bien no suena igual que diferencia -como ocurre en el francés
différance-, presenta, no obstante, la misma variación e/a, lo cual haría
en todo caso inteligible cualquier discusión ulterior en el texto de
Derrida. (N. del T.)
* Juega Derrida con la doble connotación diferente/diferencia y
diferente/desavenencia, que, en castellano, está también incluida en el
término «diferencias». (N. del T)
[i] La diferancia no es una «especie» del género «diferencia ontológicas.
Si «la donación de presencia es propiedad del Ereignen» («Die Gabe von
Anwesen ist Eigentum des Ereignens») («Zeit und Sein», en L'endurance de
la pensée, Plon, 1968, tr. fr. Fédier, pág. 63), la diferancia no es un
proceso de propiación en cualquier sentido que se tome. No es ni la
posición (apropiación) ni la negación (expropiación), sino lo otro. Desde
este momento, parece, pero señalamos aquí nosotros más bien la necesidad
de un recorrido que ha de venir, no sería más que el ser una especie del
género Ereignis. Heidegger «... entonces el ser tiene su lugar en el
movimiento que hace advenir a si lo propio (Dan gebört das Sein in dsr
Ereignen). De él acogen y reciben su determinación el dar y su donación.
Entonces el ser sería un género del Ereignis y no el Ereignis un género
del ser. Pero la huida que busca refugio en semejante inversión sería
demasiado barata. Pasa al lado del verdadero pensamiento de la cuestión y
de su paladín (Sie denkt am Sachverhalt vorbei). Ereignis no es el
concepto supremo que comprende todo, y bajo el que se podrían alinear ser
y tiempo. Las relaciones lógicas de orden no quieren decir nada aquí.
Pues, en la medida en que pensamos en pos del ser mismo y seguimos lo que
tiene de propio (seinem Eigenen folgen), éste se revela como la donación,
concedida por la extensión (Reichen) del tiempo, del destino de parousia
(gewährte Gabe des geschickes von Anwesenheit). La donación de presencia
es propiedad del Ereignen (Die Dabe von Anweswn ist Eigentum des
Ereignens)».
Sin la reinscripción desplazada en esta cadena (ser, presencia,
propiación, etc.), no se transformará nunca de manera rigurosa e
irreversible las relaciones entre lo ontológico, general o fundamental, y
lo que ella domina o se subordina a título de ontología regional o de
ciencia particular: por ejemplo, la economía política, el psicoanálisis,
la semiolingüística, la retórica, en los que el valor de propiedad
desempeña, más que en otras partes, un papel irreductible, pero igualmente
las metafísicas espiritualistas o materialistas. A esta elaboración
preliminar apuntan los análisis articulados en este volumen: Es evidente
que una reinscripción semejante no estará nunca contenida en un discurso
filosófico o teórico, ni en general en un discurso o un escrito: sólo
sobre la escena de lo que he llamado en otra parte el texto general